martes, 23 de junio de 2009

Umini - Parte I: El ser gigante

—Si le tengo que decir la verdad, a veces me siento como un gigante inmenso. Es una sensación bastante peculiar.

Así comenzó Horacio Umini nuestra charla mientras nos sentábamos en el living de su casa, y yo no pude más que reirme. Era una afirmación bastante grotesca, casi un oximoron, siendo que provenía de un hombre ya bastante entrado en los cuarenta y que a duras penas alcanzaba el metro sesenta y cinco de estatura. Lo dijo con una sonrisa honesta, pero en sus ojos centelleaba el desafío, como si hubiera pretendido desde un principio que yo riera. Aún así, no lo había dicho en broma. Me sentí extrañamente avergonzado e incómodo.

Mi sonrisa se borró, me aclaré la voz, y él volvió a hablar. Me pareció nuevamente que él había estado esperando esas señales para continuar.

—Escuchemé, Elizalde. ¿De qué estamos hechos los seres vivos?
—De agua y otras mol...
—¡No me tome el pelo! Eso hay en todos lados, quiérase o no. ¿Qué nos caracteriza?
—Las... ¿células?

Vale aclararlo ahora, antes de seguir con el relato: Umini era el líder de una agrupación sinceramente desconocida y casi irrisoria que luchaba por los derechos de las bacterias. Los hechos que me llevaron a estar entonces en su living fueron de lo más extraordinarios, pero mencionarlos ahora sólo entorpecería la historia. Sólo digo que él, gustosísimo, había accedido a darme una entrevista. Era un hombre pequeño y regordete, con una cara bonachona que estaba adornada solamente por unos bigotes entrecanos. En sus ojos se adivinaba cierta sagacidad.

—¡Células! Sí. ¿Sabe cuántas hay, aproximadamente, en el cuerpo humano?
—Unos dos o tr...
—¡Hay aproximadamente muchísimas!— Umini se rió a carcajadas por un buen rato de su propio chiste, hasta que logró serenarse. —Son muchas y muy pequeñas. Si uno fuese a imaginarse a un gigante que nos tuviera a nosotros como componentes celulares, para él el Monte Everest sería una roca. En estatura seguramente sobrepasaría la estratósfera y, con los pies sobre los fondos oceánicos, tal vez sus aguas no llegarían a mojarle las rodillas. Así que, sí, somos enormes.

Entonces se quedó callado y me miró fijamente, como si me estuviera obligando a procesar lo que acababa de decir. Después de varios segundos o minutos prosiguió:

—¿Y qué saben ellas, las células, de que nosotros existimos? Probablemente nada.
—¡Ahí se está equivocando!— Pude objetar por primera vez desde que empezamos a hablar.— Las células se comunican entre sí para garantizar que nosotros funcionemos, hay hormonas, hay transmisiones nerviosas, hay...
—¿Y entonces?— Me interrumpió Umini con una sonrisa— Eso no responde mi pregunta en forma alguna. Por supuesto que las células saben, o al menos intuyen de alguna manera, que las demás células existen. También, a su manera, deben estar al tanto que las demás son necesarias para su propia supervivencia, y que ellas mismas lo son para la de las restantes. Mi pregunta es: ¿Qué saben de nosotros, como seres vivientes, íntegros y multiorgánicos?

Más allá de mis posibles objeciones, su propuesta sin duda tenía cierto atractivo. Interesado, lo dejé continuar.

—Nada. Seguramente nada. Nosotros también sabemos de la existencia de otros seres vivos, incluso con distintas formas, distinta organización y distintas formas de actuar. Todos interactuamos unos con otros de distintas maneras, tanto directa como indirectamente, tanto con los que tenemos al lado como con los que están a kilómetros de distancia. ¿Pero qué me dice usted del gigante? ¿Conoce al ser que formamos?

Me reí otra vez. —¡No hay ningún ser!

Horacio Umini sonrió, levantó una ceja, ladeó un poco la cabeza hacia el lado contrario. Con la mirada me estaba invitando —u obligando— a pensar si podría asegurar lo que había dicho. Me admití a mí mismo que no, no podía asegurarlo.

—Cuesta asegurarlo, ¿no? Tenemos toda nuestra ciencia, pero en el momento en que hay algo que no conocemos y ni siquiera imaginamos, podemos pasar siglos enteros hasta dar con eso.
—Tiene razón, Umini, pero admita usted también que tampoco se puede estar seguro de que sí exista.
—¡Por supuesto! Por supuesto. Diga, si quiere, que es una cuestión de fe. Como sea, las células tampoco pueden saber que ellas estén formando un ser.
—Habla todo el tiempo del saber de las células, ¿pero cómo pueden acaso saber algo, si no tienen cerebro?
—Cerebro.

Repitió esa palabra lentamente con los ojos entrecerrados y luego permaneció en silencio. Un par de veces estuvo por empezar a hablar, pero se detuvo. Parecía que estaba buscando las palabras adecuadas.

—Cerebro. Volvemos a lo mismo. ¿Existe una célula del cerebro?
—¿La neurona?
—No. Dicho de otra manera: ¿existe una célula de la visión? ¿Hay una neurona única que se encargue de ver? Ni siquiera hay un solo tipo celular que se encargue de procesar la información visual.
—Son interrelaciones.
—Eso mismo, eso mismo, son interrelaciones. Cada una de las células sabe lo que tiene que hacer cuando le llega la información: puede procesarla y puede emitir una respuesta. Son reflejos. Aplique lo mismo al cerebro, Elizalde, son reflejos, respuestas estereotipadas. Complejísimas respuestas estereotipadas con millones de variantes. Entonces el conocimiento, el saber qué hacer, la reflexión, no son más que reflejos complejísimos. ¿No?
—Podría ser...
—¡Olvídese de su orgullo! ¿Ahora lo entiende? Nuestros cerebros están programados. Las células están programadas para funcionar; el ADN es su cerebro.
—Hay una diferencia.
—¿Cuál?
—El cerebro tiene plasticidad, puede aprender cosas nuevas.
—El ADN puede mutar. Aunque sí, la analogía tiene sus fallas, le admito eso.

Me satisfizo que por primera vez Umini aceptara una propuesta mía. Sonreí. Él sonrío amablemente también y retomó su sentencia.

—No importa. En definitiva, las células son como nosotros: crecen, nacen y se reproducen; en el medio interactúan con otras como ellas y con el medio que las rodea, modificando a unas y al otro según están programadas para hacerlo. Viven. Tienen instinto de supervivencia.
—Pero no saben que forman al ser viviente...
—Pero no saben que forman al ser— Umini sonrió alegremente. ¿No se siente gigante?

Me reí a carcajadas. ¡Había caido en su juego!