martes, 29 de septiembre de 2009

El viejo Quinteros

Ayer por la noche, a sus setenta y dos años, murió Daniel Quinteros. Es difícil ponerlo en palabras, pero lo cierto es que a todos los que lo conocimos en vida nos cuesta realmente afirmar que haya muerto. Ayer cenamos con él en su casa de San Telmo y con él conversamos hasta que se fue a dormir. Antes de que se fuera a dormir lo saludamos efusivamente, y después los demás nos fuimos a conversar a su biblioteca durante otro par de horas. En los últimos tiempos ya casi no nos reconocía, por supuesto, pero esa noche también se mostró simpático y agradable, lo mismo que durante toda su vida. Creemos que murió poco después de acostarse en la cama y cerrar los ojos.

Daniel era un tipo especial. Repito que es difícil decir que haya muerto. Cuando digo esto de él, no lo hago en el sentido de que es porque vaya a vivir por siempre en nuestra memoria —a pesar de que así lo creamos—, sino porque, para él, ayer fue el momento de su nacimiento. De nuevo, no quiero decir que ayer haya comenzado su vida en un sentido espiritual, ni nada de eso. Ayer, Daniel Quinteros llegó a nuestro mundo.

Daniel, en el sentido más literal que pueda imaginarse, vivió toda su vida a destiempo. Para él, el futuro (aquello que todavía no había vivido) era nuestro pasado, y sus memorias transcurrían en nuestro porvenir. A su forma de verlo, nació el 28 de Septiembre del 2009 y vivió hasta el 9 de Agosto de 1937. Dicho de otra manera, él sabía que moriría siendo pequeñísimo en 1937, y nosotros le creíamos cuando decía que el 29 de Septiembre del 2009 ya no estaría entre nosotros, porque todavía no habría nacido.

Pereyra y yo lo conocimos en el '73, en un viejo bar de la calle Corrientes. Nosotros tendríamos 19 o 20 años, y él estaba por sus 36. La primera vez que lo vimos casi terminamos a las piñas porque el muy tarambana se sentó en nuestra mesa y nos saludó como si nada, como si nos conociéramos de toda la vida, y nos habló por nuestros nombres y apellidos, y nos preguntó sobre cómo andaban nuestras familias. Con el gordo Pereyra pensamos que era una movida política, que nos estaba buscando por algo. Cuando se dio cuenta que la cosa se estaba poniendo fea, se disculpó y dijo dos cosas que en ese momento nos parecieron rarísimas: que no se había dado cuenta de que al fin había llegado el día en que le habíamos dicho que dejábamos de conocerlo, y que no nos preocupáramos porque ya de todas formas se estaba yendo para Uruguay. Nos pareció un desquiciado, pero como de repente se había puesto un poco melancólico, el gordo y yo decidimos calmarnos. Se levantó de la mesa y, antes de irse, nos dijo: "Daniel, yo era Daniel Quinteros. Adiós, muchachos", y se fue cabizbajo y a paso triste. Pereyra se entró a cagar de risa.

Después de eso, tardamos como un año en acostumbrarnos a tenerlo cerca. El tipo nos seguía saludando, a veces varios días seguidos, a veces desaparecía una semana, pero siempre volvía. Nos resultaba extrañísimo que cuanto más pasaba el tiempo, más tiempo parecía que faltaba para su proyecto de irse a Uruguay. Fue recién por el '75 que nos empezó a caer la ficha, que fue cuando lo conocimos al Núñez; era un tipo que acababa de llegar del otro lado del charco, y que parecía conocer a Daniel por lo menos desde el '66. Dijo que no lo veía desde el '73, cuando se había venido para acá. Algunas semanas después de estar juntándonos los cuatro, cuando el Núñez y Daniel vieron que ya no podíamos seguirles sus charlas, decidieron explicarnos, al gordo Pereyra y a mí, de qué se trataba la vida de Daniel Quinteros.

Su mente funcionaba como la de todos nosotros. Los libros los leía de principio a fin, obviamente. Su memoria generaba recuerdos de la misma manera que nosotros, pero le gustaba decir que lo habían puesto a andar al revés. Con su sola presencia, aunque quizás para la humanidad pasara completamente desapercibida, demostró lo relativo del tiempo. Un tipo que conocimos una vez, y que estudiaba no sé qué cosa, nos dijo que si el tiempo no era eterno en sí mismo, Daniel por lo menos sí lo era: cuando él mueriera en el '37, para nuestro tiempo iba a estar naciendo, y cuando para nostros muriera en el 2009, él en sí mismo iba a estar naciendo; dijo que quién sabía dónde se cortaba el asunto. Nos dijo también que menos mal que había nacido viejo y muerto joven, que sino lo otro quería decir algo así como que sus padres también eran como él, y que lo mismo con los padres de sus padres hasta quién sabe cuando, y que eso sería una paradoja temporal inconciliable. Estaba un poco pirado el tipo, siempre lo dijimos.

Daniel estaba completamente adaptado a vivir al revés. Agarraba y a la mañana temprano, cuando los demás se levantaban, él decía que se iba a dormir. Cuando se despertaba era de noche y nosotros nos estábamos yendo a acostar. Pero mal que mal era básicamente lo mismo. Igual que con los saludos: para él toda su vida "hola" significó lo que para nosotros es "chau" y al revés. Las conversaciones entre amigos con él eran prácticamente normales, porque él se sabía cosas del pasado, fuera porque las había leido o porque nosotros se las habíamos contado en nuestro futuro, y así la podía caretear un poco. Rara vez nos contaba cosas del futuro de la humanidad o de nuestras vidas, porque sabía que a nosotros no nos gustaba. A veces se le escapaban algunos comentarios o algunos consejos. Todos nos asustamos cuando, en el '85, un día saludó al pelado Ortíz como si no lo conociera. Al día siguiente le pasó eso de que lo agarró el tren. Nosotros más adelante le hablamos del pelado para que no nos volviera a dar el susto en el pasado, pero se ve que siempre siguió haciendo lo mismo porque no le ubicaba la jeta.

Con el pasar de nuestros años él fue juntando algo de guita, porque tomó buenas decisiones financieras. Más allá de eso, su vida transcurrió con bastante calma y relativa normalidad. Nunca tuvo quilombos con la cana y ningún científico, salvo el pirado aquél, se enteró de su asunto. Daniel era un bohemio de esos intelectualoides. El único placer que no se pudo dar fue el de hacer la carrera de Historia, que siempre le pareció una idea copada. Se reía de la ironía de que sus métodos pedagógicos fueran unidireccionales y no se adaptaran a gente que la caminaba al revés. De su infancia sabemos poco y nada, pero creemos que debe haber sido traumático ser un pibe al que no le entienden que piensa al revés, y que además sabe que cada vez va a entender menos de lo que pasa a su alrededor. El gordo Pereyra tiró el chiste de que debió ser el recién nacido más inteligente de la historia. Cuanto más viejo fue, menos información tenía del mundo y más senil parecía. Nosotros siempre hicimos el esfuerzo de que conociera las cosas más antes que después en su vida. Pero hablar de él da para rato.

En definitiva, poniéndolo de otra forma, mañana por la noche va a nacer Daniel Quinteros. Todavía hoy nos es difícil conciliar la idea de que el tipo vaya a nacer, pero damos fe de que así va a ser. Mañana en un momento se despertará en una casa de San Telmo y cuando lo vayamos a saludar desde la biblioteca no va a saber quiénes somos, pero igual lo vamos a hacer efusivamente y le vamos a dar su primera cena.

Ahora que lo pienso, quizás el tipo toda su vida comió la comida fría y después se le iba calentando, pero nunca nos dijo nada porque le pareció de lo más normal. Hoy en el entierro lo charlamos con los muchachos, y nos pareció que, a fin de cuentas, nosotros le debemos haber dado su nombre y su apellido. Qué cosa, che.

miércoles, 29 de julio de 2009

Algo en la redacción...

Ya sé. Ya sé que no escribo hace poco más de un mes y que dejé por la mitad una historia. Ya llegará, lo prometo. Es que no podía dejar pasar esto:
Estaba estudiando del Robbins, un libro de Patología que ha sabido darme otras alegrías como ésta: "No es necesario detallar las leyes de Mendel aquí, ya que todos los estudiantes de biología, y principiantes posiblemente todos los guisantes, han aprendido sobre ellas en una edad temprana." (sic). La traducción es tan mala que ni siquiera se me ocurre qué decía en inglés. De hecho, durante varios días (creo que por una semana) busqué la edición original en inglés para resolver la duda, pero nunca la pude conseguir.
Recién me topé con esto:
"La neurofibromatosis tipo 1 tiene tres signos principales: (1) tumores neurales [...], (2) numerosas lesiones cutáneas pigmentadas, algunas de las cuales son manchas de café con leche, y (3), hamartomas del iris pigmentados...".
¿No limpian a sus pacientes estos doctores? ¿El valor diagnóstico está en la torpeza de esta gente? ¿O es que no tienen un editor que se encargue de que el libro tenga sentido?
Los dejo con una joyita. Yo siempre dije que la gente debería hacer buena música vestida de animales:


Harry Nilsson - Coconut
(1971)

martes, 23 de junio de 2009

Umini - Parte I: El ser gigante

—Si le tengo que decir la verdad, a veces me siento como un gigante inmenso. Es una sensación bastante peculiar.

Así comenzó Horacio Umini nuestra charla mientras nos sentábamos en el living de su casa, y yo no pude más que reirme. Era una afirmación bastante grotesca, casi un oximoron, siendo que provenía de un hombre ya bastante entrado en los cuarenta y que a duras penas alcanzaba el metro sesenta y cinco de estatura. Lo dijo con una sonrisa honesta, pero en sus ojos centelleaba el desafío, como si hubiera pretendido desde un principio que yo riera. Aún así, no lo había dicho en broma. Me sentí extrañamente avergonzado e incómodo.

Mi sonrisa se borró, me aclaré la voz, y él volvió a hablar. Me pareció nuevamente que él había estado esperando esas señales para continuar.

—Escuchemé, Elizalde. ¿De qué estamos hechos los seres vivos?
—De agua y otras mol...
—¡No me tome el pelo! Eso hay en todos lados, quiérase o no. ¿Qué nos caracteriza?
—Las... ¿células?

Vale aclararlo ahora, antes de seguir con el relato: Umini era el líder de una agrupación sinceramente desconocida y casi irrisoria que luchaba por los derechos de las bacterias. Los hechos que me llevaron a estar entonces en su living fueron de lo más extraordinarios, pero mencionarlos ahora sólo entorpecería la historia. Sólo digo que él, gustosísimo, había accedido a darme una entrevista. Era un hombre pequeño y regordete, con una cara bonachona que estaba adornada solamente por unos bigotes entrecanos. En sus ojos se adivinaba cierta sagacidad.

—¡Células! Sí. ¿Sabe cuántas hay, aproximadamente, en el cuerpo humano?
—Unos dos o tr...
—¡Hay aproximadamente muchísimas!— Umini se rió a carcajadas por un buen rato de su propio chiste, hasta que logró serenarse. —Son muchas y muy pequeñas. Si uno fuese a imaginarse a un gigante que nos tuviera a nosotros como componentes celulares, para él el Monte Everest sería una roca. En estatura seguramente sobrepasaría la estratósfera y, con los pies sobre los fondos oceánicos, tal vez sus aguas no llegarían a mojarle las rodillas. Así que, sí, somos enormes.

Entonces se quedó callado y me miró fijamente, como si me estuviera obligando a procesar lo que acababa de decir. Después de varios segundos o minutos prosiguió:

—¿Y qué saben ellas, las células, de que nosotros existimos? Probablemente nada.
—¡Ahí se está equivocando!— Pude objetar por primera vez desde que empezamos a hablar.— Las células se comunican entre sí para garantizar que nosotros funcionemos, hay hormonas, hay transmisiones nerviosas, hay...
—¿Y entonces?— Me interrumpió Umini con una sonrisa— Eso no responde mi pregunta en forma alguna. Por supuesto que las células saben, o al menos intuyen de alguna manera, que las demás células existen. También, a su manera, deben estar al tanto que las demás son necesarias para su propia supervivencia, y que ellas mismas lo son para la de las restantes. Mi pregunta es: ¿Qué saben de nosotros, como seres vivientes, íntegros y multiorgánicos?

Más allá de mis posibles objeciones, su propuesta sin duda tenía cierto atractivo. Interesado, lo dejé continuar.

—Nada. Seguramente nada. Nosotros también sabemos de la existencia de otros seres vivos, incluso con distintas formas, distinta organización y distintas formas de actuar. Todos interactuamos unos con otros de distintas maneras, tanto directa como indirectamente, tanto con los que tenemos al lado como con los que están a kilómetros de distancia. ¿Pero qué me dice usted del gigante? ¿Conoce al ser que formamos?

Me reí otra vez. —¡No hay ningún ser!

Horacio Umini sonrió, levantó una ceja, ladeó un poco la cabeza hacia el lado contrario. Con la mirada me estaba invitando —u obligando— a pensar si podría asegurar lo que había dicho. Me admití a mí mismo que no, no podía asegurarlo.

—Cuesta asegurarlo, ¿no? Tenemos toda nuestra ciencia, pero en el momento en que hay algo que no conocemos y ni siquiera imaginamos, podemos pasar siglos enteros hasta dar con eso.
—Tiene razón, Umini, pero admita usted también que tampoco se puede estar seguro de que sí exista.
—¡Por supuesto! Por supuesto. Diga, si quiere, que es una cuestión de fe. Como sea, las células tampoco pueden saber que ellas estén formando un ser.
—Habla todo el tiempo del saber de las células, ¿pero cómo pueden acaso saber algo, si no tienen cerebro?
—Cerebro.

Repitió esa palabra lentamente con los ojos entrecerrados y luego permaneció en silencio. Un par de veces estuvo por empezar a hablar, pero se detuvo. Parecía que estaba buscando las palabras adecuadas.

—Cerebro. Volvemos a lo mismo. ¿Existe una célula del cerebro?
—¿La neurona?
—No. Dicho de otra manera: ¿existe una célula de la visión? ¿Hay una neurona única que se encargue de ver? Ni siquiera hay un solo tipo celular que se encargue de procesar la información visual.
—Son interrelaciones.
—Eso mismo, eso mismo, son interrelaciones. Cada una de las células sabe lo que tiene que hacer cuando le llega la información: puede procesarla y puede emitir una respuesta. Son reflejos. Aplique lo mismo al cerebro, Elizalde, son reflejos, respuestas estereotipadas. Complejísimas respuestas estereotipadas con millones de variantes. Entonces el conocimiento, el saber qué hacer, la reflexión, no son más que reflejos complejísimos. ¿No?
—Podría ser...
—¡Olvídese de su orgullo! ¿Ahora lo entiende? Nuestros cerebros están programados. Las células están programadas para funcionar; el ADN es su cerebro.
—Hay una diferencia.
—¿Cuál?
—El cerebro tiene plasticidad, puede aprender cosas nuevas.
—El ADN puede mutar. Aunque sí, la analogía tiene sus fallas, le admito eso.

Me satisfizo que por primera vez Umini aceptara una propuesta mía. Sonreí. Él sonrío amablemente también y retomó su sentencia.

—No importa. En definitiva, las células son como nosotros: crecen, nacen y se reproducen; en el medio interactúan con otras como ellas y con el medio que las rodea, modificando a unas y al otro según están programadas para hacerlo. Viven. Tienen instinto de supervivencia.
—Pero no saben que forman al ser viviente...
—Pero no saben que forman al ser— Umini sonrió alegremente. ¿No se siente gigante?

Me reí a carcajadas. ¡Había caido en su juego!

jueves, 21 de mayo de 2009

¡Los descubrí!

Ya está, muchachos, pueden sacarse las caretas y volver a sus viejas vidas de actores cósmicos. Los desenmascaré. Descubrí la mentira, la escenificación, la falsa realidad de un mundo que no era. La superproducción que habían montado por fin tuvo una falla evidentísima. Pisaron la ramita, cayeron en su propia trampa, tuvieron una dosis de vuestra propia medicina. Incluso pretendieron engañarme (o engañarnos, todavía no descubro la extensión de la trama) con películas como The Truman Show, para que pensara que "es sólo una película" y "qué buen argumento" y "obvio que nadie haría eso en la vida real". ¡Pero los deschavé! La vida real en la que vi esa película no es sino otra película que no es sino la realidad, sólo que con forma de película. O con forma del argumento de una película. En realidad tengo que admitir que no vi la película porque no me la lee el DVD, pero sé de qué se trata.
Los rápidos sucesos que me llevaron a la revelación se dieron el otro día, cuando caminaba por los pasillos de la facultad. Tenía uno de esos días que se está iluminado y radiante sagacidad. Estaba llegando al final de un corredor paralelo a la calle Uriburu, justo donde dobla para convertirse en el corredor paralelo a Paraguay, y ahí, parado en el codo del pasillo y sin hacer nada, había un tipo con una bandeja tristísima que tenía una taza y algo más, que ni me fijé qué era. Cuando seguí avanzando y llegué a unos pasos de donde estaba él, empezó a caminar en dirección opuesta a la mía, como si se hubiese dado cuenta de que eso tenía que hacer. "Como un actor esperando su entrada" pensé y seguí caminando sin darle mayor importancia.
Todo el mundo tiene sus secretitos en la vida, tips que no comparte con todo el mundo para sentirse un poquito más exclusivo. Uno de los míos es no ir en horarios pico a los baños de lo que sería la Facultad de Medicina propiamente dicha, sino bajar al subsuelo donde se cursan las Carreras Conexas, que siempre hay mucha menos gente y uno casi que tiene su lugar garantizado. El problema esta vez fue que mis cálculos fallaron, y era lo que se puede llamar una "hora pico en el subsuelo", donde hay unas veinte personas en los pasillos. El baño estaba lleno y no quería hacer cola, así que seguí de largo.
Se ve que ni los productores se lo esperaban, y no se dieron cuenta del error que cometían cuando mandaron al mismo tipo de la bandeja de antes para que bajara las escaleras en el momento en que yo las volvía a subir, ¡pero con una lata de pintura y un pincel en la mano! Increíble, completamente inaudito. Se les deschavó el asunto. Estaban usando al mismo tipo de extra con distintas tareas en dos escenas seguidas. Menos evidente hubiese sido si, no sé, se les asomaba el micrófono por algún lado, o si descubría alguna cámara oculta, porque podía pensar que "estarían filmando algo", qué sé yo. Pero no, con este error de su parte los expuse completamente. ¡Ajá!
Las interrogantes que quedan, entonces, son algunas como: ¿Soy el único, o hay otra gente que no sabe que está en la misma película? ¿Cuántas de las personas que se ven en la calle son extras? Este mismo tipo, ¿es un extra en la vida de otros? O podría ser un actor principal en la vida de su familia, por ejemplo; tal vez ni sabe que lo es. ¿Dónde están las cámaras? Y che, decime, ¿cuándo sale esto al aire? ¿En qué canal? ¿Me mandás una copia? ¿Es un documental, o...? Ah, ah, lo nuevo de Tinelli. Uy. Bueno, copado, supongo. Chau, che, manteneme al tanto.

Hablando de artistas, los dejo con uno de mis nuevos señores favoritos, Clark Terry, mumbleseando en el programa Legends of Jazz.


"Mumbles"
Clark Terry (trompeta y voz)

lunes, 11 de mayo de 2009

Vergonzoso

Resulta que ayer, 10 de Mayo, se cumplió un año del primer post de este blog, y me olvidé completamente. Feliz cumpleaños atrasado, pues. He aquí algunas de las cositas que había pensado para el aniversario y que no hice ni seguramente haga:
  • Cambiar el diseño de todo el blog
  • Escribir un post buenísimo como celebración
  • Escribir un post como celebración
  • Escribir varios posts en las últimas semanas para llegar a los 100 justo en el momento del aniversario (¡faltaban sólo 18!)
  • Cuando ya quedaba poco tiempo para eso, cambiar la modalidad del blog a un semi twitter, para alcanzar los 100 posts, y después volver a ser un blog
  • Hacer un top 5 de posts selectos
  • Seleccionar un grupito de los mejores resultados de búsqueda de gente que llegó al blog
Dicho eso, y como me siento culpable de haberme olvidado, simplemente voy a dejarlo pasar un poquito. Pero si quieren, les convido un video de Elis Regina y Tom Jobim en todo el esplendor de los '70:


Águas de Março
Tom Jobim (el nene) - Elis Regina (la nena)

¡Salú!

sábado, 2 de mayo de 2009

El legado

Pese a aquel detalle, Soloza era un tipo de lo más común, tenía profesión de oficinista y los altibajos de su vida se podían confundir con los de casi todo el mundo. Alguna mujer en algún momento usó la palabra 'mediocre' para distanciarse de su lado, pero aún así no había demasiado que criticarle; era uno más, y punto. Su característica distintiva escapaba a lo que cualquier ser jamás hubiese podido observar: durante toda su vida, Soloza fue el primero para ciertas cuestiones. Y no es que fuese el primero para cosas que se pudieran premeditar o practicar, como tener las calificaciones más altas en el colegio, o como ser el primero en aplaudir en conciertos y obras de teatro —que para eso estaba Rodríguez Gil, insoportablemente competitivo en todo tipo de banalidades*. No, nada de eso.
El asunto era que, por alguna gracia que escapa a todo razonamiento posible, la primera gota de cada lluvia** le caía —siempre y cuando estuviera al descubierto— a él, a Soloza; también, entre varias otras cosas, la primera hoja desprendida en el Otoño le caía, si no encima, por lo menos en un radio de un metro por donde estuviese caminando en ese momento. Aún cuando él jamás supo de su situación, tenía cierto regocijo infantil en anunciar que se venía el agua (sic) o que había llegado el Otoño, o que había vuelto la temporada de mosquitos. Seguramente de haberlo sabido, su vida no habría cambiado en lo más mínimo. Después de todo, ningún beneficio aparente hubiese podido sacar de su cualidad.
Lo cierto es que aquella gota que le cayó aquel día, a sus setenta y cuatro años, sobre el dorso de la mano, lo deprimió: de alguna forma había adivinado que esa sería la última lluvia que vería en su vida. A fin de cuentas, la gota que le mojó la mano no había sido la primera en caer ese día. El legado ya había transmitido a una nueva persona.

*Se cuenta que Rodríguez Gil una vez llegó a empujar a alguien con tal de ser el primero en tocar las escaleras del andén al salir del tren.
**Quien se quiera aferrar de un argumentum ornithologicum, podrá decir que la existencia de una primera gota, y no de simplemente una gota entre tantas otras de una misma lluvia, es prueba irrefutable de la existencia de Dios. Como simple narrador, me mantengo imparcial en esa decisión.

miércoles, 15 de abril de 2009

Creatividad científica

El budo de los genes
En el antiguo Japón feudal, los samurai, guerreros finamente entrenados en el arte de la espada, tenían una regla más o menos implícita que era la de "un corte, una muerte", lo cual significaba que en un combate, la ejecución de un solo corte con la espada debería ser capaz de acabar con la vida del adversario. El tiempo pasó, las guerras civiles terminaron, y en otras partes del mundo la ciencia se desprendió de la filosofía, un monje cultivó algunas florcitas, un par de jóvenes demostraron la estructura de unas moleculitas, y así la historia.
No sé si a propósito o no, hoy los genetistas tienen una regla según la cual agrupan a un conjunto de enfermedades más o menos bien determinadas. Se refieren a ellas cuando hablan de afecciones de "un gen, una enfermedad", refiriéndose a las enfermedades que indudablemente se van a expresar si el individuo tiene el gen aberrante.

¡Salud!
Hace un par de días, en la revista NewScientist salió publicado un artículo sobre los estornudos causados por el sol, un mal espantoso que afecta a una parte más o menos discreta de la población, vuestro servidor incluido. Entre otras cosas, el artículo dice que los científicos que investigaron este asunto notaron que era un problema hereditario que se transmitía en forma autosómica dominante, queriendo decir que la transmisión no está influida por el sexo de la persona (autosomía), y que si te tocó ese gen en la repartición, entonces tenés esa característica (dominancia). En realidad, lo que más me llamó la atención del artículo es que parece que los científicos, en un ataque de originalidad con pocos precedentes, aprovecharon para ponerle un nombre nuevo al problema: "ACHOO"; siglas para el inglés autosomal-dominant compelling helio-ophtalmic outburst, traducible en algo así como "estallido helio-oftálmico debido a autosomía dominante" (helios es el griego para "sol", y opthalmos es el griego para "ojo"). Una genialidad.

martes, 14 de abril de 2009

¡Vamos! A lamer a la gente, a ver si están enfermos

-Aunque es quizás un poco desconocido, ya que el uso diario y la extraordinaria frecuencia de una de las dos quieren que así sea, existen dos tipos de diabetes: la diabetes insípida y la diabetes mellitus. Esta última es a la que todos nos referimos cuando no aclaramos a qué nos referimos, porque la primera es bastante menos frecuente. Las dos se caracterizan por una eliminación excesiva de líquido por la orina (etimológicamente, diabetes se puede traducir como algo parecido a "pasaje a través de", pudiéndose decir que el agua atraviesa el cuerpo), pero sus causas son francamente distintas. Por decirlo simple, en la diabetes insípida hay una desregulación hormonal que hace que se pierda el control de la reabsorción de agua en el riñón, mientras que en la diabetes mellitus, al haber un exceso de glucosa (azúcar) en sangre por las deficiencias de insulina, llega un punto en que el riñón no logra impedir su pasaje a la orina*. La gran cantidad de glucosa en la orina provoca entonces un gran pasaje de agua por un fenómeno de ósmosis. Por lo tanto, en una forma hay pasaje anormal de azúcar a la orina, y en la otra no.
Por supuesto que los antiguos clínicos, pobres encargados de nombrar enfermedades, no tenían idea de los mecanismos que subyacían a una y a otra, así que simplemente se limitaron a describir lo que veían: "diabetes", porque el paciente orinaba en exceso; si la orina tenía gusto dulce (mellitus) o no, sería, valga la redundancia, "mellitus" o "insípida", respectivamente. ¡Ah! Gloriosos antiguos. Todo sea por amor a la Medicina.

-Ahora sí, completamente desconocida es la forma de diagnóstico de otra enfermedad, la fibrosis quística. Anecdóticamente, la fibrosis quística es la enfermedad genética letal más frecuente entre personas blancas, con una frecuencia de alrededor de 1 por cada 3.000 nacidos vivos. Entre muchas otros problemas digestivos y de otros tipos, siempre por la falla del mismo gen, hay un incremento marcadísimo de electrolitos (sodio, etc.) en el sudor, por lo que el diagnóstico se empieza a construir a partir de que las madres se quejan de que su hijo "tiene gusto salado".***

*en condiciones normales, en la orina no puede haber glucosa, proteínas ni microorganismos. Sépanlo y sean la delicia de sus congéneres en tertulias y asaltos.
**todo sea por amor a la Medicina
***muero de ganas de terminar diciendo "¡Mirá vos!", pero creo que es una trademark o, por lo menos, es un poquito plagio.

domingo, 12 de abril de 2009

El Exilio

Solamente ahora que nuestro grupo ha recorrido tantos planetas, podemos afirmar que el nuestro —cuyo nombre ya no importa bajo ningún concepto— era, de alguna manera, especial. Era, porque, al menos nosotros, no pensamos en volver. La razón puntual y subyacente a su particularidad nunca la supimos o, mejor dicho, era aceptada como una verdad inherente a nuestras vidas y no tenía objeto su cuestionamiento. No era una cuestión geológica, biológica, matemática, ni nada del estilo, y está bien establecido ahora que, en esos aspectos, entre otros, todos los planetas presentan las mismas cualidades.
La diferencia estaba en que, para nosotros, la Estadística era una ciencia exacta e incuestionable y sus números siempre pertenecían al grupo de los naturales. Para todo había un patrón, generalmente más simple que complicado, y todos los sucesos respondían inequívocamente a ese patrón. Las primeras confirmaciones de tales eventos se remontaban a los orígenes mismos de nuestra especie y, por supuesto, eran de carácter regional. Se podía saber, por ejemplo, que en determinada región, 1 de cada 6 nacidos debía ser un varón, de tal manera que era sabido —y, repito, indiscutible— que a las cinco niñas neonatas, el próximo en nacer sería un niño. En ese mismo pueblo podía estar perfectamente establecido que el 67% de los habitantes se encontraban por debajo de los 30 años, y ese porcentaje se mantenía constante e invariable en periodos de tiempo tanto pequeños como grandes, lo cual significaba que, al momento exacto de una persona cumplir los 31 años, otro niño debía estar naciendo (pues, evidentemente, una persona que estuviera en los treinta y uno no podría volver a los treinta para mantener el balance). De esa manera, se mantenían las cifras.
Con el pasar del tiempo y el avance de las civilizaciones, se fueron recopilando más y más datos, y la interconexión entre ellos se notó complejísima, aun cuando la estadística propia de cada uno seguía siendo, dentro de todo simple. Los organismos de Recopilación de Datos y Estadística ocupaban un lugar central en la población, y los había tanto municipales, como provinciales, nacionales y, con el tiempo, mundiales, y todos ellos deberían estar conectados estrechamente entre sí, a fines de poder trabajar con datos precisos y en tiempo real (las actualizaciones se hacían en fracciones de segundo). Los números de todos los sistemas estadísticos eran de acceso público y sin restricciones.
Como es de imaginar, los datos no necesariamente se correspondían: en una ciudad, uno de cada siete hombres podía tener pelo rubio, pero probablemente a nivel nacional y mundial las cifras serían distintas, aun siendo invariables en sí mismas. Tal organización nos permitió un espectacular avance tecnológico, pues todo podía ser determinado fácilmente y no había prácticamente nada librado al azar (si lo había, era por ignorancia y no por realidad). Nuestros sistemas de salud eran excelentes a su manera. Estaba perfectamente establecido por ejemplo que, a nivel mundial, la incidencia de fibrosis quística era de uno cada cuatro mil quinientos setenta y seis nacidos vivos, por lo que, cuando las cifras mundiales alcanzaban los cuatro mil quinientos setenta y cinco a partir del último enfermo, se sabía que el próximo sería uno más, y se podía prestar el tratamiento adecuado y a tiempo. De la misma manera, la vida y la muerte estaban dominadas por la estadística, y si había un niño por nacer, otra persona estaba por morir, y podía perfectamente determinarse de qué manera y a qué edad.
Las aproximaciones y probabilidades eran fuertemente criticadas como estúpidas y completamente inútiles. No había probabilidades de lluvia o no al día siguiente: llovería o no, y eso se podía determinar con los cálculos necesarios. No había alrededor de 3 millones de personas con cáncer en el mundo, eran tres millones ciento tres mil cuatroscientos dos, y un error en su exactitud podía tener serias consecuencias. Aún así, en la vida cotidiana cuando uno no tenía los suficientes datos o necesidad de exactitud, podían usarse estos términos.
También debe remarcarse que a niveles submundiales, la estadística podía fluctuar, manteniéndose constante a nivel mundial. Antes de la creación de la Organización Mundial de Estadística (OME), no se entendía de qué manera era posible la variabilidad; sí se entendió, no obstante, cuando se demostró que las cifras mundiales eran total y absolutamente invariables, aunque ello dependiera de una complejidad enorme que las mantenía constantes.
Aun con todo, las consecuencias de la industrialización fueron las mismas que en todos los mundos. El desarrollo de grandes ciudades trajo aparejada sectorización social, un aumento de la criminalidad y la prostitución, etcétera. Era bien sabido que cada ocho segundos moría de hambre un niño en el país del que veníamos, y que por cada minuto y treinta y seis segundos era asesinada una persona, de las cuales una de cada tres era varón, mientras que uno de cada seis asesinos era aparentemente inofensivo. (Concomitantemente, tenía que haber algunas regiones en el mundo en que las cifras bajaran para mantener el equilibrio inherente). Finalmente, los niveles de paranoia se hicieron insoportables: la gente sabía que por cada segundo, dos mil ochenta y seis personas morían en el mundo, y sabían que los mayores números se distribuían en las grandes ciudades. También sabían que por cada minuto treinta y seis uno podía morir víctima de un asesinato (pero cada menos, por algún otro motivo), y que, en ese sentido, cada nueve minutos y treinta y seis segundos el asesino sería insospechado.
Eventualmente la ansiedad se volvió insoportable. Sabíamos que había altas probabilidades (porque eso eran, después de todo; los ciudadanos normales no entendíamos la totalidad de la compleja red estadística) de morir todo el tiempo y de cualquier forma. De hecho, sabíamos que, en algún lugar de los organismos de estadística, se podía saber a ciencia cierta cuándo y cómo moriría cada uno de nosotros —de nuevo, sólo se podía deducir por la interrelación de miles de factores y esa tarea era propia de eruditos. Así es que, cuando la tecnología nos lo permitió, y una vez que comprobamos que había otros mundos en que la Estadística no estaba tan desarrollada, muchos decidimos exiliarnos a otros planetas para tener el beneficio de la incertidumbre a un nivel que sus habitantes difícilmente entenderían. Así era y será, invariablemente, nuestro planeta.

jueves, 26 de marzo de 2009

Cronología de una conspiración

Finalmente llegó el momento en que debo blanquear algunos hechos réprobos de mi pasado a fin de defenderme de la cortina de humo que se cierne sobre mí, y que pronto servirá para ocultar el trágico desenlace que tendrá esta misteriosa cadena de sucesos. Aun si no, al menos estoy afirmándoles abiertamente a mis atacantes que estoy al tanto de la trama que están elucubrando.
Creo que todo empezó (tal vez fue antes y todavía no me di cuenta) cuando hace exactamente un año, luego de meditar severamente el asunto y en medio de mil y un conflictos morales, entré a trabajar en el Gobierno de la Ciudad, que estaba —y al momento de escribir el presente, todavía está— bajo la administración de Mauricio Macri. Algunos de mis compañeros y mis superiores eran partidarios suyos, pero también éramos varios los que estábamos en las cuadrillas opositoras y que, simplemente, aprovechábamos una oportunidad. El trabajo era simple: teníamos que ir a las distintas reparticiones del GCBA relevando datos del personal que serían consignados por ellos mismos y por nadie más. "Censo Integral del personal del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires - 2008" nombraron al proyecto. Prueba suficiente de mi participación en tal es la foto que salió publicada en la versión digital del diario Clarín por aquellas fechas, en la cual figuro (en una asombrosa actitud laboriosa, debo decir) y a la que, por razones de privacidad y seguridad personal, no pienso remitir a los lectores.
Aquellos que hayan leido el blog en las últimas semanas quizás ya se hayan dado cuenta que aquel trabajo que realicé en el Instituto Pasteur no era sino parte del censo y que, por lo demás —esto se los digo de yapa—, era el primero que hacíamos. Sobre el trabajo mismo no hay mucho que decir (en realidad hay bastante, pero no viene al caso); los meses se transcurrieron con relativa calma, pasando de repartición en repartición. Sí viene al caso decir que para ser remunerados por nuestras labores, tuvimos todos que hacernos monotributistas y darnos de alta en el pago de Ingresos Brutos. Al finalizar nuestro contrato, tuvimos —era sumamente aconsejable hacerlo— que darnos de baja de los dos sistemas tributarios. Yo, completamente confundido, finalmente lo hice. O creí haberlo hecho.
Ahora yo sé que al menos uno de los crueles verdugos del Gobierno (el que se encarga de perseguir a aquellos que alguna vez formaron parte de sus filas) lee este blog. (Hola, ¿cómo estás? Sí, sí, ya sé que no fue nada personal; es tu laburo). No fue sino solamente dos días después de haber publicado "Círculo de divergencias", que me llegó por correo (el correo real, que es más serio que el virtual) una Cédula de Intimación por Evasión. Los pormenores de la carta me los reservo, pero en la misma me acusan muy humildemente de no haber estado cumpliendo con mis deberes ciudadanos de pagamiento de Ingresos Brutos y que, de no revertir la situación en el plazo de dos semanas, procederían "de conformidad con la normativa vigente" [sic]. Cerraban, finalmente, con un amenazador "Queda Ud. notificado". La carta, por cierto, no facilitaba ningún e-mail, teléfono o dirección para que uno (o sea, yo) consultara cuánto debía o preguntara por qué, por qué le hacían esto a uno (o sea, yo).
A la sorpresa siguió la negación, pensando que era una mala broma de alguien; tal vez algún fanático medio chapita, qué sé yo. Después de decidir que era en serio, y que la carta me proclamaba oficialmente como "un señor adulto, que hasta tiene problemas de impuestos" me aboqué a juntar pruebas de mi inocencia y me dejé descansar sobre la gloria de que, en el peor de los casos, no debía más que $30 (treinta pesos).
Una semana pasó y, entre feriados y deberes estudiantiles medicinales, dejé decantar el asunto. Con una mente más clara y habiendo recordado que soy un cero a la izquierda para estos asuntos, ayer volví a investigar la cuestión y me di cuenta de que tal vez hace medio año no di realmente de baja lo de Ingresos Brutos, sino otra cosa. No sé qué. Tras una dudosa contrastación de mis teorías, determiné finalmente que no entendía nada, y que ya no estaba tan seguro de mi inocencia. Resolví actuar.

Como me sonaba que podía llegar a ser parte de la solución, hoy decidí llevarme a mí y a mis documentos hasta la AFIP, que, total, me queda a seis cuadras. No fue sino hasta que había caminado tres, que finalmente me golpeó con toda la dureza de la cruel realidad: era todo una conspiración contra mí, y que involucraba a las más altas esferas del poder. Trato de no ser megalómano, pero los hechos hablan por sí mismos; después de todo, a tres cuadras de mi casa casi me atropella el mismísimo Mauricio Macri, que estaba manejando un taxi, pero se había afeitado el bigote. Yo creo, por sus maniobras arriesgadas, que estaba manejando su taxi (tal vez sea un hobby suyo, no sé) y justo justo me vio y quiso aprovechar la ocasión, y en una maniobra peligrosísima hizo un giro sobre la calle que yo estaba empezando a cruzar. La maniobra no le alcanzó, porque estábamos en puntas contrarias, y si hacía un movimiento más amplio para pisarme, los transeuntes se iban a poner curiosos y quizás lo podrían desenmascarar. Entonces bajó un poquito la velocidad y, de lejos, levantando levemente la mano, me pidió perdón (y me advirtió implicitamente con el mismo gesto: "vos esperá; la próxima no fallo") y yo le devolví el gesto, como diciéndole "todo bien" ("dale, te espero, flaco" quise insinuarle, pero no sé si me llegó a ver).
Diez minutos después llegué a la AFIP, porque resulta que no estaba a seis cuadras, sino un poquito más. Ahí, el que trabaja en la mesita de Orientación (que ya le tengo completamente junada la cara de tantas veces que lo molesté el año pasado) me dijo, viendo durante sólo una milésima de segundo la carta que yo tenía en la mano, que ellos no me la habían mandado y que tenía que ir a un CGP. Yo creo que tiene una sinapsis eléctrica que va directamente desde el ojo hasta los músculos de la vocalización, especialmente preparada para casos así —pero eso lo dejo para otro post—; así como entré, en cinco segundos estaba afuera de nuevo.
Como el CGP estaba, ahora sí, a unas treinta cuadras, decidí no ir hoy. Mientras me iba, fabriqué la idea de un edificación flotante (pero construida con materiales y asistida por empleados translúcidos, para que no tapen el sol) en la que todas las reparticiones del Gobierno se aunan en una sola ventanilla y un solo empleado —uno por cada habitante, digo— al que uno pueda hacerle todas las preguntas y con el cual uno pueda gestionar todos los trámites posibles. Se llegaría desde un teletransportador puesto en cada domicilio particular (en un primer momento, mientras se prueba la idea y se aprueban los presupuestos*, puede ser un mini cohete que salga desde cada esquina de la ciudad). Lástima que no estudio Arquitectura. Pero espero que el Cruel Verdugo del Gobierno que lee este blog por lo menos tenga la caridad de acercarle mi proyecto a quien corresponda.

Mientras tanto, yo quedo en vela del terrible desenlace de estos macabros sucesos. Y de la aprobación del edificio flotante.

Tomen, uno de Clapton playin' da blues:


Eric Clapton - Driftin' Blues

*para mayor comodidad, eso mismo se gestionaría en la edificación flotante; lo pensé todo.

ACTUALIZACIÓN OCHO HORAS DESPUÉS: estaba releyendo el post para ver si había alguna falla evidentísima por algún lado, y justo, justo cuando terminé, me llega un mensaje de texto anónimo diciendo, simplemente, "Hola.".
—"Quién sos?"— contesté.
—"N te acordas de mi?"— inquirió mi anónimo molestador
—"No tengo agendado el número!"
—"Y?"— Tengo que admitir que ya no supe responder. Me asusté cuando me llegó un segundo mensaje: "T acordas d mi cm era tu nombre?".
No volví a responder. Vienen tras de mí.

ACTUALIZACIÓN CINCO MINUTOS DESPUÉS: me di cuenta de algo: quizás los del mensajito no eran los del Gobierno; después de todo, ellos tienen mis datos. ¡Son los vendedores de Hecho en Bs. Aires, que ahora recurren a nuevas tecnologías y finalmente me están acortando la ventaja!

martes, 17 de marzo de 2009

Círculo de divergencias

No voy a decir que los sucesos de hoy fueron macabros ni que lo que se cierne sobre aquel parque es espantoso en modo alguno. En todo caso, creo que resulta de lo más curioso, y me atrevería a decir que hasta entretenido. Lo concreto es que hace exactamente un año, por una asignación de algunos pocos días, estuve trabajando en el Instituto de Zoonosis Luis Pasteur, ubicado en la periferia del Parque Centenario. Hoy, por razones completamente distintas, volví a ir; simplemente tenía que entregar una muestra de suero de uno de mis gatos para hacerle unos análisis. Una casualidad (muy poco rara, considerando que los horarios se superponían con poco margen) hizo que yo estuviera saliendo del edificio más o menos a la misma hora que otrora entraba a trabajar.
Sin intención de sorprender a nadie, ya todos deben intuir hacia dónde apunta el relato: al salir, allí estaban —que eran tan itinerantes como yo— mi antiguo jefe y algunos de mis antiguos compañeros. Y también estaba yo. Fue tan evidente para mí que era yo como lo es cuando uno se mira en una filmación, aun no sabiendo que en ese momento lo estaban filmando. Justo es decir que no sé muy bien qué sentí al vernos ahí parados, charlando y esperando a los compañeros que siempre llegaban tarde. Lejos de un desmayo, una baja de presión u otra cosa igualmente dramática, mi sensación y reacción bastaron de naturalidad. Claro que hubo un cierto sobresalto y un pequeño revoloteo en el estómago, pero no diferentes tampoco a lo que pasa le pasa a uno cuando se encuentra por la calle con alguna antigua amistad en la que hacía rato que siquiera pensaba.
Inmediatamente después vinieron la urgencia por el escondite y el disimulo, seguida por la intriga y luego las ansias de una entrevista con mi —nunca más literalmente— alter ego. No sé ya tampoco, por esas intemporalidades e insecuencias que a veces tiene la memoria, si la Invención de Morel o aquel cuento de Cortázar en el que afirma la inmortalidad por negación de la suya propia, como posibles explicaciones de lo que ahora estaba contemplando, vinieron a mí en aquel momento o en algún otro más tarde. Sí algunas cuantas películas y novelas me gritaban que era una pésima idea acercarme a mí mismo, que podía alterar el curso de la historia, y quién sabe cuántas cosas más. Pero, ¿qué sabían aquellos escritores y guionistas? Siempre habían sido puras conjeturas llenas de clichés. ¿Cuántos de ellos habían estado en mi lugar, enfrentándose con su propio yo? Seguramente ninguno. Además, no era yo el intruso; era él. Yo sabía perfectamente cómo habían acontecido todos los días desde aquéllos en que trabajé ahí y cómo había llegado ahora al Parque Centenario, ¿pero qué tenía él que decir a su favor? Es una intriga con la que nadie gustaría quedarse o, al menos, él sabría entender que yo no podría hacerlo.
Elaboré un plan sencillo que no contemplaba demasiadas variaciones posibles: recordé que muchas veces nos daban el horario del almuerzo por separado para dejar a alguien trabajando siempre, y pensé que entonces sería el mejor momento para acercármeme. (Era molesta la espera, pero tenía apuntes de la facultad que me subsanaban la pérdida de tiempo). Si salía con otros compañeros, supuse que improvisaría; quizás probaría llamarme al celular o algo así. No sé cómo hubiese resultado eso. El caso es que la suerte quiso que saliera yo solo en determinado momento del mediodía, y en ese momento junté algo de valor y me intercepté al bajar la pequeña escalinata.
Su reacción no fue, para mi sorpresa, de sorpresa. De hecho, fue bastante natural, y podría decirse que mucho más natural que la mía inicial; la suya fue, más bien, como encontrarse con algún conocido que sabía que podía encontrarse eventualmente por ahí dando vueltas. Cuando empezamos a hablar me desconcertó que su voz no fuese la mía, aunque en seguida me acomodó pensar que, por supuesto, la voz propia no es como uno la escucha al hablar y que, seguramente, personas ajenas a nosotros dos podría notar la importante consonancia de timbre. Para evitar tener que hacer el esfuerzo de recordar el diálogo específico y para también salvar al lector de algunas partes insulsas, opto por una exposición más prosaica del intercambio. Para evitar, también, metafisicismos estúpidos con pronombres confusos que compliquen el asunto, él va a ser él y yo voy a ser yo, invariantemente que, de alguna forma, seamos la misma persona. Eso se explica teniendo en cuenta que nuestra identidad es la misma, desde el nombre o el DNI hasta el pasado común o el aspecto físico; no se explica si pensamos que los cuerpos son diferentes y que en algún punto de la historia hubo, efectivamente, una divergencia. En calidad de esto último, opto por tratarnos como individuos diferentes.
Él, sin mucho preámbulo me preguntó si era la primera vez que me veía a mí mismo, y al responderle un poco extrañado que sí, me dijo que para él no era la primera, lo cual le había permitido darse una idea más o menos clara de qué pasaba. Me explicó que él y los demás, todos los días y desde hacía ya unos trescientos setenta, asistían al Instituto para seguir cumpliendo con el trabajo. Le contesté que no tenía sentido, que el trabajo lo habíamos terminado en unos pocos días, y que realmente ya no quedaba más por hacer; mucho menos, durante todo un año. No le entendí del todo la respuesta. A veces daba muchas vueltas antes de contestar y hablaba finalmente con cierta impresición. Me pareció, sin embargo, que dijo que seguían haciendo el mismo trabajo una y otra vez (quizás él mismo no entendía muy bien qué hacían). Me dijo también, contestando a una pregunta que nunca llegué a —pero que pensaba— hacer, que sus vidas habían transcurrido con completa normalidad, como si no fuesen duplicados (ellos creían no serlo). Intercambiamos historias y, con algunas diferencias, eran similares: aunque con dificultades horarias, él había seguido avanzando en la facultad, este blog también lo había creado (aunque le hablé de algunos posts en particular y creo que asintió por no llevarme la contra y decir que no sabía de qué hablaba), y las condiciones de, por ejemplo, el viaje en las vacaciones había sido bastante distintas. Yo le comenté qué otros trabajos nos habían asignado después del Pasteur y creo que sintió un poco de envidia acompañada de ganas de un cambio.
Finalmente llegamos al asunto de cómo era que ya se había cruzado con otras divergencias (él las llamaba así) antes que yo. Prácticamente todos los días, y nunca fuera del ámbito del Parque, se cruzaba con uno o más de nosotros. Me describió a cada uno con actitudes precisas y distintas: uno intentaba regatear la venta de un libro de Anatomía (siempre lo lograba, pero siempre volvía al día siguiente con una copia nueva, idéntica a la vendida antes), otro entraba al Museo de Ciencias Naturales, otro simplemente pasaba dando vueltas varias veces, como perdido, con la bicicleta, etcétera (no es que no me acuerde más, es que él dijo "etcétera" en ese momento). Yo recordé haber hecho todo eso en algún momento pero, por supuesto, nunca más de una vez cada acción. Dijo también, como yo mismo puedo corroborar, que la superposición nunca se da, por ejemplo, en la facultad, aun cuando nuestros horarios sean o hayan sido los mismos. Por otro lado, al parecer, y salvo hoy, sus encuentros cara a cara con las divergencias (me ofendió que me llamara a mí así, él, que tan claramente era una y no yo) nunca habían sido en la primera vez que había realizado la acción, puesto que sino yo tendría memoria de ello.
Ya que uno de ellos, el del libro de Anatomía, llevaba apareciendo por ahí más o menos su mismo tiempo (lo vendí mientras trabajaba en el lugar), él ya había podido figurarse una suerte de concepto de qué pasaba. Admitió la idea de que existían infinitas líneas temporales que divergen continuamente de la acción real (que él trató con cierto aire utópico, pero yo creo que ese soy yo), pero no supo explicar por qué no estaba plagado de nosotros por todo el Parque. Supuso que las divergencias generalmente eran tan insignificantes que la mayoría se superponían, dando la ilusión de uno solo, o que bien, por alguna razón, solamente unas pocas llegaban a nuestra realidad, y que en otra realidad existirían otras copias en acciones completamente inimaginables, como podría ser un asesinato. Tampoco supo explicar por qué no había copias de otros; lejos de querer caer en el egocentrismo de pensar que éramos los únicos, pensó que tal vez cada persona era capaz de ver sus propias divergencias y las de nadie más (lo cual era bastante raro) o que, simplemente, él nunca había visto a dos juntos y al ver a la misma dos veces seguidas pensaba, justamente, que era la misma copia. Nunca lo había conversado con otra gente, más allá de nosotros mismos. Dijo, creo que queriendo hacerse el gracioso, que el Parque Centenario encerraba algo raro y que era intrigante cómo en su periferia había tanto un observatorio astronómico, como un museo de ciencias naturales, un hospital de zoonosis y otro de oncología, sin mencionar su infinita circularidad con calles tangenciales y transversas que aparecían y desaparecían a cada vuelta. Dijo también que esto ya lo había documentado mucho más detalladamente en su blog y me pasó la dirección (no le quise decir que teníamos la misma y que nunca iba a poder ver lo que había escrito; qué sé yo por qué, creo que para no complicar el asunto). Después nos despedimos porque él volvía a trabajar y yo tenía que ir a la facultad.
Camino a casa estuve pensando en lo increible del asunto. Me dejó con la fea sensación de que seguramente ese mismo encuentro (y todo lo precedente) se iba a estar repitiendo durante el resto de los días y que, podía ser, alguna vez mi propia conciencia fuese la que hubiera de quedar atrapada en el estancado loop del Parque. Pero también pensé que quizás todo esto fue la materialización de otro yo que, al ir también al lugar, pensó que sería divertido escribir sobre una historia así. Tal vez ese otro yo soy yo y esa historia real que inventé no existió acá sino en otro tiempo, y yo simplemente la escribí. O quizás simplemente la inventé y la escribí. A fin de cuentas, ¿cómo saberlo ya?

viernes, 13 de marzo de 2009

Capítulo dos: Sentidos

Es mi intención la de completar, o al menos intentar hacerlo de alguna manera, lo que empecé en el anteúltimo post, que quedó, algo así como sin querer queriendo, mucho más escueto de lo que pretendía en el momento. Con el paso de los días me di cuenta que realmente no tenía sentido pretender hacer algo más extenso porque el tema es simplemente inabarcable, por lo que pretendo abarcarlo lo más que pueda a lo largo de distintos posts, sirviéndome aquel como puntapié inicial. De paso, advierto desde ahora, así quedo al resguardo de vuestros abogados, que esto se convirtió más en un ejercicio mental que en una exposición cabal sobre el tema, y que no deberían creerme en casi nada de lo que digo. Bien, pues.
Más allá de nosotros hay un Universo. Más que referirme a nosotros como un conjunto, estoy apelando a la individualidad de cada uno. Va de nuevo: más allá de cada uno de nosotros hay un Universo del que, sin duda, formamos parte. Esto lo podemos afirmar sin ningún tipo de miedo porque bien sabemos que estamos constantemente intercambiando —y perdón por ponerme termodinámico— materia y energía. Una manera de verlo es diciendo que somos parte del Universo porque esa materia y esa energía que intercambiamos es más suya que nuestra, que todo lo que nos constituye ahora, alguna vez fue, y dentro de muy poco va a volver a ser, suyo; por eso podemos simplificar diciendo que no somos más que un producto del Universo y, como tal, somos parte de él. Algunos incluso podrán argüir que no existe una división real entre las distintas partes del Universo y nosotros apelando, por ejemplo, al vacío que existe en la materia: desde un punto de vista subatómico las distintas partículas (neutrones, protones, eletrones, lo que quieran) que constituyen los distintos átomos que nos integran a nosotros y a nuestro entorno, no son más que eso, partículas en medio del vacío, sin delimitación clara entre un átomo y otro. Pero de hecho, nosotros sí podemos ver las cosas desde un punto de vista símil al subatómico; nuestro sistema solar está constituido de la misma manera: con un núcleo central (Sol) y muchas partículas (planetas) orbitando alrededor, lo mismo que el núcleo atómico con sus electrones. Quién les dice, quizás (seguramente) no cumplamos mayor función que la de partículas subcuánticas, en cuanto que nuestro planeta podría ser un electrón más en un átomo que podría ser el sistema solar, que podría no ser más que una partecita de la molécula que quizás sea la galaxia, en la pequeñísima célula que podría ser lo que llamamos Universo, constituyente de uno solo de millones de organismos inimaginables. Y así in eternum. De tal manera, sabiendo que los átomos tienen órbitas que en algún punto dejan de ejercer su fuerza, podemos delimitarles un límite un tanto difuso pero sin duda existente. Sabiendo que la interacción gravitacional de los distintos átomos forma moléculas, que ellas forman células, éstas tejidos, éstos órganos y éstos nos forman a nosotros, yo digo que nos podemos constituir como individuos "independientes" que, aún así, son parte constituyente del Universo.
Pero, ¡ay!, me fui salvajemente de tema. Hay un Universo alrededor nuestro y del cual formamos parte y con el que tenemos que interaccionar para sobrevivir, porque formamos agrupaciones de células, algunas de las cuales quedaron muy profundas (lejos del entorno) y necesitan estrategias para conseguir su alimento, además de que existen otras agrupaciones de células que seguramente nos quieran de alimento a nosotros. En una interacción hay siempre una ida y una vuelta de la información. La vuelta queda para otro día; la ida, es decir, la captación de la información del Universo (o llamémosle entorno, que es un poquito menos ostentoso), viene dada en un primer momento por nuestros sentidos. Eso es posible por la dinámica misma del Universo: la materia y la energía está en constante movimiento y nosotros podemos aprovecharnos de eso para informarnos de la situación general de nuestro entorno y, en base a eso, crear estrategias de supervivencia. He aquí una breve (y quizás innecesaria, pero no me importa, yo la hago igual) descripción de los cinco sentidos básicos:

-Visión:
la luz, resumiendo de una forma que desagradaría a cualquier físico, es una forma de energía electromagnética que tiene la capacidad de propagarse por el espacio en forma lineal sin necesitar materia y que comprende la superposición de energía con muchas longitudes de onda distintas. Hay una muy pequeña parte de ese espectro de luz que el ojo puede aprovechar para hacerse una imagen del entorno y es lo que se llama "luz visible", y comprende toda la gama de colores que van del rojo al violeta, cada uno de los cuales tiene una longitud de onda característica. Los pigmentos son sustancias capaces de absorber la luz y devolver energía de determinada longitud de onda al medio; así, por ejemplo, un pigmento verde puede absorber toda la luz menos la longitud de onda correspondiente al color verde, la cual "rebota". Por otro lado, los cuerpos opacos tienen la capacidad de frenar el paso de luz al ser iluminados, quedando con zonas más expuestas e iluminadas y otras menos expuestas y en penumbras. El ojo es un órgano de lo más complejo que permite el pasaje de la luz a través de una obturación, la pupila (cuyo grado de apertura lo regula un diafragma muscular, el iris), hasta que finalmente contacta con una estructura de muchas capas de células distintas, la retina. Entre esas células, hay algunas, los famosísimos conos y bastones, que contienen pigmentos. Así, los conos, especializados en la visión diurna, tienen tres subtipos: los que tienen pigmentos rojo, los que tienen pigmentos verdes y los que los tienen azules (RGB). Cada célula capta un haz específico de la luz que le llega y no la totalidad de la imagen. De esa manera, la información muy puntual de cada región del espacio viaja, con un par de paradas previas, por el nervio óptico y llega en última instancia a la corteza visual, donde toda la información se integra, pudiendo distinguir zonas con distintos colores y diferentes contrastes de luz y sombra, además del movimiento de los objetos en el espacio.

-Audición:
al moverse los distintos cuerpos en el espacio que los rodea, empujan a la capa de aire más cercana, la que a su vez empuja a la siguiente, y así sucesivamente, produciéndose la propagación aérea del movimiento inicial. Esto, dependiendo de distintos factores como la composición del cuerpo o cuerpos que originaron el movimiento, la velocidad con que se propagó el aire o la intensidad con que lo hizo, le dan distintas propiedades que nosotros podemos distinguir para formar una idea dinámica de nuestro entorno, de la misma manera que los ojos distinguen matices de colores, de luz y de sombra (y también de movimiento). El mecanismo también es complicado, pero es más bien un hecho físico: el objeto sonoro empuja el aire, el aire empuja más aire que llega a nuestros oidos externos, empujando la membrana timpánica, que empuja una serie de tres huesecillos dentro del oido medio, que provocan el movimiento de un líquido en el oido interno. Este último tiene la forma de un caracol excavado adentro del hueso del cráneo. Por supuesto, las distintas propiedades del sonido (intensidad, velocidad, etc.) se traducen en el movimiento final de este líquido. El caracol está tapizado con células capaces de sensar el movimiento, cada una de las cuales tiene una cualidad asignada en el sistema nervioso central. (por ejemplo, una va a sensar un do y otra, en otra parte, va a sensar un mi bemol en la octava siguiente). Dependiendo hasta dónde llegue la propagación del sonido en el líquido, con cuánta fuerza y a qué velocidad lo haga, se activarán las distintas células de distintas maneras, enviarán el mensaje a las cortezas auditivas y el cerebro podrá hacerse una idea de lo que sucede en el entorno, pero ahora hablando de movimientos que el ojo no puede percibir, sea porque está por fuera de su campo visual, o porque simplemente no puede ver el estado del aire.

-Olfato: la idea del olfato también es percibir información que viaja por el aire, pero no ya física sino química. Los distintos cuerpos suelen perder constantemente un pequeño número de moléculas que un grupo de células especializadas que cubren, sobre todo, la parte superior de las fosas nasales pueden sensar como olores. Por ejemplo, los alimentos en mal estado liberan olores particulares y el epitelio olfatorio puede informarlo al cerebro para evitar su ingesta, o bien podría servir para informar sobre la proximidad, dirección y el estado de otros individuos. El olfato, en definitiva, sirve también para una caracterización espacial del entorno, pero en su aspecto químico, sensando partículas tan pequeñas en el aire que ni los ojos pueden ver, ni los oidos escuchar.

-Gusto: también de naturaleza química y en estrecho contacto espacial y funcional con el olfato, el gusto da una idea precisa de la naturaleza de los alimentos que vamos a ingerir, informando sobre el contenido de hidratos de carbono, sal, su acidez o su amargura (también relacionada con alimentos poco recomendables). Por sí solas, estas cuatro propiedades sensadas por las papilas gustativas (dulce, salado, ácido o amargo) no dan una idea completa de lo que hay en la boca, sino que el sentido del gusto como lo entendemos es más bien una combinatoria con otros dos sentidos: el olfato y el tacto. Entre los tres caracterizan la naturaleza química (la estructura y sus propiedades) y la forma, consistencia y temperatura de los alimentos. Dicho sea de paso, los sabores picantes son una combinación con receptores de dolor.

-Tacto: es por decirlo de alguna manera, la última barrera sensitiva del cuerpo. No es capaz de reconocer el entorno distante, como la vista, el oido o el olfato, sino que, como el gusto, necesita un contacto inmediato para activarse. Le podemos atribuir tres subtipos: el tacto propiamente dicho, el dolor y el reconocimiento de la temperatura. Estos atributos se sensan por distintos receptores ubicados en la piel y las mucosas (pudiendo el cerebro localizar el punto casi exacto donde se produjo el estímulo), y su objetivo es: para el tacto, saber si algo está tocando o no el cuerpo, con qué intensidad, y como es su forma y su superficie; para el dolor, detectar estimulos que sean real o potencialmente nocivos para el individuo, en pos de generar una respuesta generalmente evasiva de esa noxa; para la temperatura, finalmente, es el de dar una idea de la temperatura del entorno para poder dar una respuesta adecuada (sea la apertura o cierre de los vasos, o la búsqueda o no de abrigo).

Bien. Dicho eso podemos ver que a los distintos sentidos los podemos agrupar en varios grupos distintos, por ejemplo los que perciben estímulos físicos (visión, audición y tacto), químicos (olfato, gusto y tacto), los que no necesitan el contacto (visión, audición y olfato) y los que sí (tacto y gusto), etc. Y podemos decir que con eso estamos bastante cubiertos; durante millones de años nos sirvieron de lo mejor para hacernos una buena imagen del entorno y sobrevivir. ¿Quiere decir eso que podamos ver (en el sentido amplio de la palabra) al Universo como es? Ni un poquito. Hay infinidad de cosas en él a las cuales no tenemos acceso, principalmente por dos razones: porque no tenemos la capacidad estructural para sensarlas, o porque, si bien las sensamos, no tenemos registro conciente de ellas. Por esa razón, aun con una tecnología enorme, nunca podríamos tener una idea real y acabada de cómo es. Dentro de la luz, por ejemplo, el espectro físico que realmente podemos ver es relativamente bastante pequeño, de la misma manera que hay sonidos que escapan a nuestra audición, que hay radiaciones que no podemos sentir, etc. Bien puede ser también que no distingamos con precisión las diferencias sutiles que pueda haber entre estímulos distintos, pudiendo eso entrenarse y desarrollarse como especialización: los pintores reconocen diferencias mínimas de colores, los músicos pueden distinguir fácilmente una o varias notas juntas de otra u otras, la piel se puede sensibilizar por el uso frecuente, los gourmets tienen muy desarrollado el gusto sutil, etc.
De muchos otros fenómenos en el Universo tenemos noticia porque la casualidad o el ingenio nos dieron la posibilidad de hacerlo a través de la tecnología, como la posibilidad de ver mundos lejanos o cercanos y pequeñísimos, de saber que existen ondas electromagnéticas infrarrojas y ultravioletas, que existen bastantes más de 100 elementos, o lo que quieran.
Por otro lado, existen estímulos que si bien captamos y procesamos, no somos capaces de llevar a la conciencia o, al menos, no lo hacemos todo el tiempo. Constantemente en nuestro campo visual (o sensorial en general) hay muchísima información que recibimos y la cual descartamos inmediatamente por ser poco interesante. O bien se pueden disparar mecanismos inconcientes, que son la mayoría. Por seguir con los ejemplos, somos capaces de distinguir cambios sutiles en las expresiones faciales y que eso nos dé una idea generalmente inconciente del estado emocional de otro individuo; el ver un alimento que por experiencia (u olor o aspecto) sabemos delicioso, se disparan cientos de respuestas de deseo y preparación (salivación, movimientos intestinales, etc.) sobre los que no tenemos control; al oir una bella melodía se pueden activar centros de placer, se liberan endorfinas; determinado conjunto de señales articuladas nos podrían dar la sensación de peligro, llamando a que se genere una respuesta de huida o de enfrentamiento, etc.
Gracias a todas estas estrategias es que podemos adaptarnos y sobrevivir en nuestro entorno. Un ser privado de sus sentidos casi imposiblemente podría sobrevivir por sí mismo, ya que al no tener contacto conciente con el entorno, no puede elaborar conductas apropiadas para la búsqueda de alimento y la defensa ante los peligros. Sobre estas conductas voy a volver otro día, pero la idea es que, a menos que haya un filtro de conciencia, se generan casi como respuestas estereotipadas que llevan, generalmente, a la búsqueda de placer y a la autoconservación. A eso lo podríamos llamar instinto.
Hasta acá describimos un poco por arriba lo que podría ser un animal sin conciencia o sin una construcción temporal de un yo. Una de las cuestiones más difícil sobre todo este asunto es el de las definiciones: qué definimos por "conciencia", qué por "inconciencia", qué por "yo", etc. La idea es que en posts posteriores yo pueda de alguna manera dar un concepto de las distintas definiciones, o al menos de algunas, a la vez de exponer un poco de qué manera se podría fabricar una conciencia (en cuál acepción, eso es algo que todavía no sé).

lunes, 9 de marzo de 2009

La mafia

Demostrando una vez más que todo lo que hacemos nosotros en el mundo ya lo hacían desde mucho antes las céulas del cuerpo, vemos que hay un tipo celular que anda dando vueltas desde mucho antes que apareciera la mafia siciliana. Se trata de uno de los tantos grupos celulares que componen el sistema inmune: el de las perfectamente bien nombradas "células asesinas por naturaleza" (células NK: natural killers). No hay otras en el organismo que tengan función más específica de matar a otras que ellas. Básicamente lo que hacen es acercarse a todas y cada una de las células que se ponen en su camino, y les piden un tributo para poder seguir viviendo; si no les alcanza, ¡mejor que se agarren!* Lo más cruento del asunto es que no las matan normalmente (otras células más obvias directamente se las comerían), sino que les mandan un grupito de moléculas al departamento que les rompen todo y hacen que parezca un suicidio**. ¡Genial!

Bueno, descubrí que escribir esto resumidamente y que se entendiera era más difícil de lo que pensaba. Ríanse y festéjenme el post, que sino les mando a alguien para que les rompa una pierna. He dicho.

*En realidad, y resumiendo bastante, existe un sistema de expresión de proteínas en la superficie de la célula ("CMH") que se ven normalmente en todas las células, menos cuando un virus o bacteria se apoderó de ellas, o cuando se trata de una célula tumoral; en esos casos, su número se reduce muchísimo y las NK se pueden dar cuenta.
**Les hacen inducir la apoptosis, o "muerte celular programada", que es como un mecanismo de suicidio fisiológico.

miércoles, 25 de febrero de 2009

Inconciente conciencia

Si hay un tema que por encima de los demás me viene ocupando desde hace varios meses dentro de la Medicina —o la ciencia en general— es el de la Neurología, en varios de sus aspectos. Si nunca, o casi nunca, lo había traido a colación por acá es porque resulta ser un tema al que es dificilísimo acercarse sin caer en tecnicismos de lo más molestos, y eso pasaría, en mi humilde opinión, más temprano que tarde. Pero voy a hacer un intento de al menos aproximarme un poquito, aunque sea por diversión.
El común de la gente ahora sabe atribuir muy bien una infinidad de procesos al dominio del sistema nervioso, el cual, en su totalidad, y junto con la genética —aunque quizás ya un poco más mordisqueado y babeado que ésta—, es el nuevo juguete de los biólogos de todas las ramas. A este sistema nervioso podemos encajarle funciones que van desde la conciencia y la atención hasta el control de la respiración o el ritmo cardíaco, pasando por los cinco sentidos y su integración, o la memoria, el control motor, la regulación de la alimentación, el sueño, cierto papel en la inmunidad, los estados de ánimo, en fin, casi tantas cosas como cosas pasen en el cuerpo, en la vida de los organismos superiores; de algunas de estas cosas, incluso, no tenemos ni la menor idea. De todas formas, no quiero confudirlos, hay órganos y sistemas que gozan de cierta autonomía con respecto al sistema nervioso, pero eso es tema para otro día.
Propongo, sin embargo, una nueva abstracción de estas cosas que ya sabemos, como alguna vez en los comienzos de este blog ya había sugerido para el sistema circulatorio. Supongamos que no sabemos nada sobre el cuerpo y cómo funciona, pero que sí entendemos que de alguna forma somos —que tenemos conciencia y esas cosas— y percibimos el mundo a través de nuestros sentidos (tacto, visión, oido, olfato y gusto). A su vez, hagamos de cuenta que para nosotros es bastante obvio que el cuerpo está regido por el espíritu y que la verdad última es Dios. ¡No, no! Esperen, no me pongan esa cara, ¡malditos impíos! Síganme la corriente en esto y tomen su conciencia, su superioridad por sobre los demás animales, como un atributo otorgado por una inteligencia superior. En este contexto ya no es tan difícil imaginarlo: ¿por qué habría un órgano encargado de hacernos pensar? Quiero decir, los animales tienen adentro más o menos lo mismo que nosotros y ellos no piensan; a mí no me cuesta pensar que una voluntad superior habla a través de mí o, en todo caso, me otorgó un alma que se encarga de eso. En todo caso podría, sí, buscar un lugar en el cuerpo donde resida el alma, pero eso también es para otro momento. Y vayamos a lo inmediato: percibimos el mundo a través de los sentidos, y a los sentidos los tenemos porque tenemos porque tenemos órganos sensoriales. Los ojos se encargan de ver, escuchamos a través de los oidos, olemos por la nariz, degustamos con la lengua y la carne nos da las percepciones táctiles. Si a eso le sumamos que el corazón es el encargado de sentir (alegría, dolor, temor, lo que quieran), yo diría que estamos bastante cubiertos.
Hasta sus más crueles detractores (entre los cuales generalmente suelo contarme) simpatizarían un poco con Aristóteles viendo las cosas desde este ángulo, teniendo en cuenta que lo que se puede entender del organismo es bastante poco si no se tienen las herramientas (teóricas o tecnológicas) adecuadas. En sus tiempos —y por un buen rato más en la historia— todo en la naturaleza se entendía como formado por los cuatro elementos: agua, tierra, fuego y aire; a su vez existían distintas propiedades dicotómicas que un cuerpo podía tener, de las cuales se pueden nombrar las más importantes: podía ser frío o caliente, húmedo o seco, etc. Es más, los cuatro elementos no están exentos a esas propiedades (así, el agua es fría y húmeda, el fuego es caliente y seco, etc.). Por supuesto, tiene que existir un correcto equilibrio entre estos elementos para que los distintos cuerpos (desde una roca o un conejo hasta un cuerpo celeste) tengan las características que le son propias.
La característica fundamental de la vida es el calor, y para Aristóteles el encargado de generar el calor era, sin lugar a ningún tipo de dudas, el corazón. El corazón fabricaba la sangre a partir de los alimentos a la vez que le servía de receptáculo y se encargaba de cocerla; la sangre luego iba al resto del cuerpo por los vasos (a este respecto no se suponía diferencia entre venas y arterias) y le proporcionaba calor. De esto convenció al mundo por unos dos milenios, hasta que en el siglo XVII apareció Harvey para zanjar el asunto, pero ése es un cuentito que ya conté. Como dije más arriba, el corazón era, indiscutidamente, el lugar donde se generaban las emociones, ya que estaba ubicado en una región tan noble como el centro del cuerpo. O al menos lo estaba más que el cerebro, órgano que algunos aventurados se atrevieron a sugerir como albergue de los sentimientos, solamente para ser luego silenciados crudamente por nuestro muchachón, Aristóteles. Y bueno, y el cerebro entonces, ¿qué? El cerebro, órgano frío e insensible (o sea, que al tacto no produce sensaciones sobre el sujeto), no cumplía otra función que contraponerse al calor del corazón, encargándose de enfriar la sangre que éste fabricaba. Quiero decir, sí, cumplía la importantísima misión de mantener el equilibrio térmico del organismo, fundamental para la vida. Tan importante, de hecho, que Aristóteles ya se había dado cuenta que cualquier mínimo daño al cerebro comprometía seriamente la vida, pero únicamente porque el corazón es un órgano tan noble que cualquier mínima variación en el equilibrio que el cerebro ofrecía, comprometía su estabilidad. En lo que sí acertó, aunque no exactamente en el cómo, fue en que el cerebro sea el encargado de producir el sueño. Éste, decía él, se producía cuando la sangre era enfriada a tal punto por el cerebro que su peso aumentaba, haciéndose insostenible. Por eso, una persona somnolienta cabecea: porque no soporta el peso de la cabeza. Más aún, cuando el enfriamiento de la sangre es tal que llega a todo el cuerpo, éste se hace terriblemente pesado y cae al suelo, completamente dormido.
Bueno, los años pasaron y muchos personajes importantísimos, con sus observaciones, ayudaron a constituir lo que hoy conocemos como Neurología. Entre ellos se pueden mencionar a Galeno (que dijo que si se cortaba, por ejemplo, el nervio laríngeo, el animal perdía la capacidad de hablar), Willis, Purkinje, Ramón y Cajal (estos dos se encargaron, entre otras cosas, de elaborar y explicar la microscopía del sistema nervioso, describiendo a las neuronas), sin olvidar a otros como Broca, Brodmann, y varios más. Y llegamos al día de hoy.
Sabemos ahora que el sistema nervioso está constituido por células de dos tipos: neuronas y, en muchísimo mayor número, células gliales. Todas estas células forman un entramado de lo más asombroso, con contactos muy específicos entre ellas que no se ven en otros tipos celulares: las sinapsis. Por otro lado, sabemos que las neuronas son células con dos partes muy diferenciables: el cuerpo (soma), encargado de procesar la información, y el axón, encargado de transmitirla. Macroscópicamente, distinguimos en el sistema nervioso fácilmente entre una sustancia de gris y una sustancia blanca; la primera está formado por los somas de las neuronas, y la segunda por los axones (y no tenemos que perder de vista que junto con todas estas neuronas, hay un mucho mayor número de células gliales que les ayudan a cumplir sus funciones). Diciendo más, podemos decir que hay, en la superficie del cerebro, una corteza formada por sustancia gris (somas) que rodea a una subcorteza de sustancia blanca. Esta última, por supuesto, son todos los axones que salieron de los cuerpos neuronales de la corteza y que van a comunicar, bien a otras partes del cerebro, o bien al resto del cuerpo (bajando por la médula espinal), la información que las neuronas habían generado. Por otro lado, existen núcleos de sustancia gris, o sea, agrupaciones de cuerpos neuronales, "desperdigados" en la sustancia blanca y cumpliendo funciones muy específicas.
Vale decir ahora que en general se acepta que la corteza cerebral está ligada a aquello de lo que somos concientes (así hay cortezas visuales, auditivas, motoras, sensitivas, de lenguaje, etc.), y que los distintos núcleos subcorticales se encargan de procesos de los cuales no tenemos registro y no necesitamos tenerlo: básicamente, de todas las funciones del organismo, como bien puede ser el sueño, el ritmo cardíaco, mantener el equilibrio ácido-base, o lo que quieran. Para poder hacer todo eso, el cerebro necesita que le llegue de alguna manera información de lo que está pasando adentro del cuerpo, a la vez que de las cosas que se dan en el entorno; una vez que tiene esa información, la procesa, y genera una respuesta adecuada. A esto se lo conoce como arco reflejo, y el número de estructuras implicadas varía según lo que se esté estudiando. Por poner un ejemplo simple: uno apoya la mano en un metal caliente, los receptores térmicos y dolorosos de la piel lo sensan y envían la información al sistema nervioso central a través de los nervios; éste dice "Che, fijate, te estás quemando. Yo te diría, no sé qué te parece a vos, que saques la mano de ahí porque sino estamos jugados" y vuelve a enviar la información a través de los nervios para que el brazo se flexione y la mano salga del peligro. De una manera mucho más complicada, pero básicamente igual, es que funciona el resto del sistema nervioso: a los distintos núcleos de integración todo el tiempo está llegando información de otros lados (receptores internos o externos, u otros núcleos) y enviando una respuesta en base a esa información. Así, todo el cerebro está conectado con todo, procesando una cantidad espeluznante de información a cada segundo que pasa. El conjunto de todo eso da nuestra visión del mundo. Los sentidos están todo el tiempo comparando sus propios estímulos y procesándolos para dar una imagen bien acabada del entorno que nos rodea.
En los últimos cien años, y sobre todo en la última mitad de eso, los avances en la neurología fueron impresionantes y vertiginosos. Algunos métodos para estudiar al sistema nervioso fueron más cruentos que otros. Quizás la mayoría de los métodos integra al primer grupo. Los avances en los últimos años dan la posibilidad de revertir eso: con la creación de métodos no invasivos, como la marcación de distintas sustancias o los estudios por tomografías, resonancias, etc., se posibilitó el estudio del sistema nervioso y sus funciones sin tener que andar recortándole pedacitos para ver qué pasa (o qué deja de pasar, mejor dicho).
El problema, oh, el gran problema, porque siempre hay un problema, al menos bajo mi humildísima lupa, es que no hay todavía suficientes teorías que acompañen a tanto avance tecnológico. Todo el tiempo están saliendo artículos que, básicamente, dicen: "Le dijimos a tal persona que pensara en tal cosa y vimos que se prendió una lucecita por ahí, en alguna parte del cerebro", lo cual da lugar a que todo el tiempo estén saliendo noticias como "Descubrieron que el amor y el odio para el cerebro son básicamente lo mismo porque se activa la misma zona al evocarlos" o "Descubrieron una nueva proteína relacionada con la memoria", etcétera, que es exactamente lo mismo que todo el tiempo andar descubriendo cosas como "el gen de la infidelidad" o "el gen de las malas notas en el colegio". Son todas cosas muy lindas pero que sin una verdadera estructura teórica de base que las sustente, de muy poco sirven. Y sí, hay unos señores que desde hace también, más o menos un siglo, teorizan bastante sobre los dominios de la mente. Psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, y lo que se les ocurra, están desde hace rato estudiando todos estos asuntos, pero sin, por el otro lado, darle demasiada cabida al aspecto físico del asunto. Sin más vueltas, Freud tuvo que crear un modelo abstracto sin una aparente correlación neurológica que explicara todas las cosas que pasaban por la cabeza de las personas. Y es el día de hoy que, sí, está bien, psicólogos y neurólogos se dan la manito para la foto y sonríen y todo eso, pero ninguno quiere saber demasiado del otro. Y quizás con esperar algo de la psicología y la neurología solas nos quedamos un poco desnudos, también. Quizás sería también conveniente meter filósofos en el asunto. Y sociólogos. ¡Ah! ¡Y astronautas! Y.. y... ¡abogados! Yyy.. ¡quiosqueros! ¡Sí! Quiosqueros. ¿Hola? Sí, ¿qué quieren, señores? ¡Ey! ¿Adónde me llevan? ¡Ey! Que todavía tengo mucho para decir. ¡Ey, oigan!

Miren, si quieren locura, tengo que presentarles a Hiromi Uehara:

Hiromi Uehara - Love and laughter

domingo, 15 de febrero de 2009

Espanto a la madrugada

Quiero empezar esta historia por el final: estoy bien, sano y salvo en mi departamento. Es un poco obvio, sí, ya sé. Que esté posteando esto es prueba suficiente de eso, como se entiende siempre de cualquier relato narrado en primera persona. Aún así, me parecía necesario aclarárselo a quien lea el blog, por redundante que sea, para evitar preocupaciones inútiles.
Como varios saben, vivo en un edificio de unos cuantos pisos por el barrio de Coghlan, una zona bastante tranquila entre los barrios porteños de Belgrano y Saavedra. La torre, con sus doce pisos de moderna construcción, desentona con prácticamente todo el resto del barrio, especialmente durante la noche, cuando se mantienen encendidas todas las luces de la fachada que da sobre la avenida Triunvirato. La espantosa historia empezó hace cuatro noches, el jueves 12 de febrero. Eran ya casi las tres de la mañana y, aprovechando la semana y media de vacaciones que todavía tenía por delante, me había preparado un té que pensaba tomar mientras leía algún nuevo libro antes de dormir. En el momento que iba a tirarme en el sillón, me acordé que no había sacado la basura y con un desgano absoluto fui a hacerlo. Una vez alcanzado el tacho de basura de mi piso (para lo cual siempre tengo que atravesar todo el pasillo, cruzando incluso las escaleras y los ascensores), estaba volviendo al departamento cuando vi que Néstor, el encargado del edificio, había venido subiendo las escaleras y ya seguía hacia el octavo piso. Había algo en su cara, o quizás en toda su expresión corporal, que me llamó de manera terrible la atención; lo saludé amablemente como siempre, porque no hay vez que él no inspire el buen trato, pero no obtuve respuesta. Lleno de curiosidad y con un estúpido ánimo de aventuras (quizás quería alguna anécdota para el día siguiente, no sé) me decidí a seguirlo, siempre guardando alguna distancia. Nunca pareció darse cuenta. Ya lo había seguido hasta el décimo piso y empecé a aburrirme del asunto: francamente, no sabía qué cosa maravillosa pretendía yo que pasara, pero decidí seguirlo hasta el final de su recorrido, seguramente por algún orgullo ridículo que no me permitía abandonar el asunto cuando ya habían pasado dos pisos de acechador ascenso. Llegamos a la puerta de la terraza del edificio. Nuevamente intenté saludarlo para disimular que lo había seguido (si ahora sí se daba cuenta, podía decir que había subido para tomar un poco de aire fresco). Tampoco hubo respuesta. Impaciente y cansado del jueguito, me fijé la hora: eran las 2:57 am. En ese momento él abrió la puerta, el reloj dio las 2:58, y una luminiscencia absoluta me cegó y sentí que me arrojaba varios pasos hacia atrás, hasta que fallé en pisar un escalón y caí por el último tramo de la escalera que daba a la terraza. Perdí el conocimiento. Desperté al día siguiente tirado en la puerta de mi departamento, del lado de adentro.
En el hospital no encontraron contusiones de ningún tipo, pero sí me dijeron que debía tomar sol más responsablemente, porque tenía quemaduras que casi podían ser de primer grado a lo largo y ancho de todo el cuerpo. Pero yo no había salido de casa hacía dos días, mucho menos tomado sol. En el momento no lo asocié con el fogonazo que había precedido a mi caida. Esa misma noche, a pesar de ser viernes, conseguí —cansado como estaba por lo ocurrido el día anterior— dormirme a eso de las once y media. Durante la noche me desperté completamente sofocado por un calor espantoso y denso, y una luz terrible entraba desde la ventana abierta de la habitación. Pude adivinar una sombra que hacía contraste con la luz. Era como una figura humanoide, de miembros larguísimos que casi tocaban el suelo. Sentía que me miraba, que me desgarraba con unos ojos que yo no veía. De repente todo desapareció y cuando mi vista se acostumbró a la falta de luz, pude ver que eran las 3:01 de la mañana. Volví a dormirme o caí inconciente, no sé.
Me desperté a las doce del mediodía completamente entumecido, con dolor de cabeza y una sensación de ardor en todo el cuerpo. Fueron las dos noches que siguieron cuando ocurrieron los hechos más espantosos de los que fui testigo en toda mi vida, y que pasaré a relatar. Siempre por alguna siniestra razón se iniciaban a las 2:58 am, pero ya se prolongaban por espacio de varias horas. Ayer, ya preparado (temblando de pies a cabeza, y con una terrible excitación nerviosa, no voy a negarlo), creo que logré darles un buen susto a ellos, y por eso es que afirmo afirmo que ya estoy a salvo.
Empezó como siempre con el fogonazo, pero las noches del sábado y el domingo me sentí arrastrado hacia afuera del edificio, sumido en un horror nauseabundo. En la penetrante luz que nos bañaba, me veía sujeto por varios pares de esos monstruosos y largos br..la luz!

martes, 10 de febrero de 2009

Trabajé un ratito

¿Bueno? ¿Hola? Sí, qué tal, yo de nuevo. Miren, les comento que como no tenía mucho para hacer, etiqueté las setenta y cinco entradas que componen este weblóg hasta el momento. Dicho sea de paso, lo hice de una manera bastante anárquica y seguramente no muy correcta, porque realmente nunca entendí muy bien de qué se trata este lugar. Algunas etiquetas se superponen, claro. Las etiquetas las pueden ver en una boniiiita parte del menú a la derecha de vuestra pantalla, en un lugar que dice "Etiquetas".
Si les interesa, digo. Sino, no. Pueden seguir con vuestras vidas.


¡Adiós!

Carta

Ya no recuerdo el momento en que llegaron; no recuerdo en qué año fue, ni dónde estaba yo, ni dónde estaban los demás, ni cómo fue. Creo que nunca lo supe. Discúlpenme por eso. Quizás sea más preciso decir que nosotros llegamos. Sí, ellos entraron al planeta, pero nosotros llegamos primero adonde estaban ellos, donde estamos ahora, que es donde estaremos y estuvimos. Tengo problemas diciéndolo; este lenguaje —el de alguno de ustedes— ya es obsoleto y no puede explicar la realidad.
Fue inmediato y tan infinito como todo lo demás: en el momento en que llegamos, se disolvió el tiempo. Sí, supimos que llegamos porque ellos llegaron, pero ya sabíamos quiénes eran. Quiero decir... ¿cómo lo digo? Quiero decir que entendimos el tiempo, o pudimos apreciarlo como era, como si se corriera un velo adentro nuestro. No puedo explicarlo con exactitud porque no lo sé, lo veo en los demás y lo siento en parte, pero sé que no me pasó, no me pasa de la misma manera. Soy, fui, sigo siendo por siempre, uno de los desafortunados que no terminaron de pasar. Algunos directamente no lo soportaron y murieron (y siguen vivos y muriendo una y otra vez), y otros quedamos en el camino. Conservamos nuestro pensamiento lógico, deductivo y temporal... quiero decir, conservamos nuestro lenguaje y no logramos olvidarlo, y eso es sencillamente insoportable porque al mismo tiempo —¡cruel recurso lingüístico!— el velo está corrido y no podemos conciliar el pensamiento con la percepción. Somos testigos conscientes del presente, el futuro y el pasado del Universo de una manera... No, así no entendieron; no entenderán. Sabemos que el tiempo está ahí, pero no podemos inmiscuirnos en Él, porque sabemos lo que es, razonamos lo que es. Pero no podemos entender lo que es. Los demás sí pudieron entenderlo, y ya desconocen nuestro lenguaje. Lo sé porque algunos pudieron ver un poco más allá, conservando un lenguaje todavía más rudimentario que el nuestro. Algunos ya no conservan nuestro lenguaje. Tienen otro que nunca pudimos entender. Ellos, todos, se entendieron con el tiempo, con la historia del Universo y la pequeña historia de la humanidad. Y los que ya estaban nos recibieron con alegría, pues ya nos conocían. Por supuesto que nos conocían.
Y nosotros, los que quedamos, sentimos envidia de todos ellos. Los matamos una y otra vez porque queremos volver a ser los únicos, pero nuestro castigo es que siguen vivos. Vivos y muertos, y muriendo, y nosotros asesinándolos. Pero eso ya lo veíamos, pero no podíamos ver nuestro castigo. Los envidiamos por entenderse con —en— el Tiempo y ellos se entienden con nuestro dolor. Y son felices.
Y cada uno de nosotros tuvo que ver su propio fin y su propio nacimiento y toda su vida. Quiero decir, no la vemos como expectadores, sino que la vivimos cada vez y siempre sabemos lo que fue y lo que será, y estamos en un ciclo que dura y duró por siempre. Este momento, en el que escribo esta carta, ya lo viví y lo viviré infinitas veces, como viví y viviré infinitas veces el párrafo anterior, y la letra antes de esta última y la que vendrá después de las dos siguientes. No, perdón, así no se entiende. No quiero decir que lo viví como yo solo lo viví, sino que esto fue y será siempre, que esta carta fue y será siempre, así como todo fue y será siempre. Y existen infinitas copias de esta carta, ya la he visto tantas veces y me la han mostrado tantas veces que la conozco por entero y no me oculta ningún secreto, excepto aquellos que nunca vi y nunca veré.
Si tan solo pudiéramos entender como sabemos que entendieron los demás... Y nos seguimos repitiendo que quizás la próxima vez que nos pase, se nos correrá totalmente el velo, pero ya lo vemos como si hubiese ocurrido, como si estuviese ocurriendo y como si fuese a ocurrir, que nunca termina de pasar.
Uno a uno fuimos muriendo y es finalmente mi turno (y luego, y antes, y ahora, vuelvo a renacer), todos lo sabemos y lo supimos; sólo tiene que ocurrir una infinidad de veces este momento. Tengo paciencia, ya lo he hecho otra infinidad de veces.