sábado, 27 de marzo de 2010

Reflejo

Si me preguntan, les digo que lo que soñé ayer es completamente irrelevante. Uno de esos sueños que, mientras se sueñan, uno piensa que se los tiene que acordar porque va a estar bueno para algo. O más que un pensamiento es una sensación, y no es durante el sueño, sino después o quizás antes. No sé, por ahí. Pero sabía que me lo tenía que acordar y sé que apenas me desperté ya no me lo acordaba. Sólo me quedaba la premisa: que el tiempo en los espejos corre de un modo diferente.

No me pregunten por qué, en el sueño yo hablaba con mi reflejo, o al menos interactuaba de esa forma particular en que se interactúa con alguien en los sueños, que no es exactamente quien se supone que es. Pongámosle que yo hablaba y el del espejo me contestaba cosas que en el sueño sabía que pertenecían a otro momento de la conversación, quizás media hora antes, o hasta tres horas después. Pero nos entendíamos. Sé que nos entendíamos porque no recuerdo que no nos entendiéramos. En el sueño, mi propio tiempo saltaba hasta el momento en que obtenía la respuesta del otro lado, pero sabía que el reflejo estaba desfasado y que mi tiempo era continuo.

Todo eso lo deduzco a partir de no más de dos imágenes mentales que me quedaron grabadas y algunas sensaciones. Las imágenes tal vez un poco se mueven, pero diría que no son más que instantáneas de mí mismo frente a un espejo que quizás está un poco empañado, y que seguro no es ninguno de los que pueda haber en mi casa. Todo lo demás son sensaciones, como la sensación de que en el sueño pasaban muchas más cosas y de que cierta trama había pero no me la puedo acordar.

Digo que el sueño es irrelevante porque no tiene misterio: no tengo que darle vueltas y vueltas para entender de qué interpretación rebuscada de la realidad salió. Ese mismo día se le había acabado la pila al reloj grande de mi habitación en el que suelo leer la hora. Se había quedado a eso de las 5:35 y avanzaba lentísimo, cosa que cuatro horas más tarde recién eran las 5:45. Así que cuando eran las doce de la noche o las tres de la mañana, leía siempre primero una hora fuera de hora, y después la corregía mirando la hora del celular o de la computadora. Había una hora real y una hora que era reflejo de la que alguna vez había sido —y sería, cuando la hora real volviera a pasar por ahí. Había un yo real y un reflejo en otra dimensión temporal que con algún momento debía corresponderse.

Pero me gusta pensar que tal vez fue al revés: ¿quién dice que el reloj no se rompió como un reflejo del mundo onírico? Quizás en algún sueño me vaya a olvidar de haber escrito esto y del resto de mi vida, y sólo me acuerde del reloj roto.

lunes, 15 de marzo de 2010

Maya

Todo empezó aquel día, hace algún tiempo que ni yo como narrador de este relato puedo precisar. Quizás fue ayer o hace dos siglos, o un milenio antes de nuestra era. ¿Acaso importa? Él notó sin interés un movimiento involuntario en su mano, una pequeña flexión en las falanges distales de los dedos anular y meñique izquierdos. Casi imperceptible. Un tic. Una fasciculación que por sí sola hubiese resultado totalmente irrelevante a cualquier relato.

El asunto siguió con un temblor vermiforme en la mano izquierda, que se propagó desde la muñeca hasta la punta de los dedos, y al cual no supo todavía conectar con aquel pequeño tic involuntario de hacía quizás dos días, quizás una semana. Lo cierto es que esta vez no lo pudo ignorar y tardó hasta siete minutos en quitárselo de la cabeza. Le costó aún más olvidarse de un violento movimiento de flexo-extensión que le sacudió el antebrazo izquierdo, haciéndole volcar una jarra de agua que llevaba.

Ya nunca más pudo recordar cómo era su vida antes del día en que todo su miembro superior izquierdo, desde el hombro hasta la mano, ejecutó una violenta danza espontánea.

Preocupado, había consultado a médicos, curanderos, ancianas, curas, sacerdotes, psiquiatras, hechiceros, chamanes, oráculos y homeópatas. Pero, antes o después de exhaustivos tests mioneurales, de análisis de sangre y de orina, de estudios genéticos, de rituales tanto paganos como santos, de sangrías y de ayunos, todos le habían dicho que seguramente se debía a estrés o a un espíritu que se le había metido. Le dijeron que se tomara vacaciones e hiciera sus rezos, que consultara con alguien más especializado o que ardiera en las llamas de la hoguera, y que se tomara tres de estas pastillas azules por día.

El movimiento del brazo comenzó siendo completamente aleatorio, una corea sin ton ni son que iba y venía. Con el pasar de los días o de los meses, porque ya era difícil de seguirle el rastro al tiempo, la frecuencia de los episodios iba aumentando, hasta que en determinado momento se había vuelto todo un solo movimiento constante. Sin pausas. Sin respiro. Pero fue a partir de entonces que la intensidad de los movimientos también comenzó a disminuir. Cada vez eran más lentos y agraciados, hasta tener la forma de actos voluntarios. Pero no provenían de su voluntad, y de eso estaba seguro. Todo su brazo ejecutaba lo que le placía.

Por esos tiempos, a su miembro inferior derecho comenzó a pasarle lo mismo y con una progresión similar. Era desesperante. Quiero que el lector se ponga en su lugar: era sinceramente desesperante.

No supo ver que había una conexión en el movimiento involuntario de ambas extremidades hasta que estuvo tomado también todo el brazo derecho. Se dio cuenta que había una torpe armonía en sus movimientos; armonía de la cual quedaba excluída la pierna izquierda, que todavía era suya. Fue ésta la que logró mantener el equilibrio de todo el asunto por un tiempo. Aprendió a caminar cuando la pierna derecha así lo requería; para cambiar de dirección, inclinaba su cuerpo sobre el lado izquierdo y saltaba, pivoteando con el pie funcional sobre su eje. También era este pie el que ayudaba a no chocarse contra las paredes, porque su nuevo cuerpo no veía hacia donde iba, algo que resultaba ciertamente peligroso. Cuando no quería moverse de donde estaba y su pierna derecha comenzaba la marcha, él lograba tirarse al suelo y elevar las piernas, una de las cuales entonces caminaba sola en el aire. Pero eventualmente perdió también la pierna izquierda.

Su angustia en ese momento no fue nada comparada con la que sintió cuando perdió el control del tórax, el abdomen y la cara. Seguía respirando perfectamente, pero no era su respiración. Sin su cara y sin su respiración ya no tenía forma de expresar su dolor o sus alegrías. Había perdido lo que lo hacía sentirse vivo y ser él mismo. Había perdido su ser externo. Lo único que sentía suyo era el control de los ojos y los párpados. Como con el resto del cuerpo, los gestos que en su cara se veían eran ajenos a su control.

Él, quizás por reflejo, seguía intentando moverse. Más allá de todo, sentía aún sus piernas, sentía sus manos y sentía todo el cuerpo, pero no los tenía con él. Sus ojos, sus oídos y su pensamiento estaban en la que consideraba su realidad, pero sus sensaciones táctiles, su gusto y su olfato no se correspondían con lo que sus ojos veían que tenía que sentir. Esto lo hacía marearse a menudo. Tampoco le dolía cuando se suponía que le tenía que doler, como por ejemplo cuando se chocaba contra una pared o tropezaba con una roca. En ocasiones, y aparentemente de la nada, sentía intensas oleadas de dolor, cuya cualidad podía variar desde golpes y pinchazos hasta terribles quemaduras. Su cuerpo, sin embargo, sólo registraba las cicatrices que él había visto causarse. De la misma manera, los climas que sentía muy rara vez eran las que se suponía que correspondían al lugar donde estaba, pero le parecía que tenían un sentido geográfico propio.

Con el tiempo, comenzó a observarse a sí mismo, a sus sentimientos y a sus sensaciones. Entendió que si cerraba los ojos y prestaba atención, todo cobraba sentido. Ya no se mareaba. Podía ahora sentir e interactuar con un segundo mundo que lo rodeaba, ajeno a su vista y a su oído. Sentía y agarraba objetos, caminaba por terrenos por los que podía moverse bien si prestaba atención. El cuerpo que palpaba no era el suyo. Era quizás un cuerpo de hombre o de mujer, con vestimentas que tal vez podían ser de lo más refinadas, o de lo más andrajosas. Era quizás un rey, una princesa, un monje tibetano, una amazona, un empresario, un troglodita, o un miembro de alguna cultura que nuestra sociedad no ha visto aún.

Se acostumbró entonces a vivir con los ojos cerrados. Encontraba tranquilidad de esta forma, y podía vivir una existencia en que su ser no era su ser, pero era. En él no había ya confusión. Cuando abría sus ojos notaba que su cuerpo también había encontrado la paz. Pasaba ahora largas horas meditando y no se interesaba ya por los placeres terrenales. Su cuerpo era de él mismo y era de alguien más, y en el cuerpo de alguien más estaba él mismo. Sabía ahora que no era el único ser en el Universo, y ya no podía creer en la realidad de la realidad, pues no había una sola, ni había dos, ni había tres. Más que nunca, se sentía parte de un Universo que a su vez era una parte de él mismo. Él era todo y era nada. Entendió que la realidad es infinita y eternamente cambiante, y que lo que parece serla, no lo es.

En ese momento, el velo de la ilusión desapareció y su cuerpo murió.

miércoles, 3 de marzo de 2010

La siesta

Convencidos de que la muerte no era eterna sino simplemente un estado más del ser humano, los habitantes de alguna remota tribu, quizás en África o quizás en algún lugar de Asia, se dedicaron a preservar a sus muertos. Así como el sueño es la otra cara de la vigilia en el largo ciclo de la vida, ellos creían —o sabían— que la muerte lo era así de la vida en un círculo mucho más extenso, quizás eterno. Tan prolongado es tal estado de muerte que el cuerpo sucumbe eventualmente a los influjos de la descomposición, como así lo haría alguien que, yaciendo en cama por meses, no fuese debidamente cuidado. Sabiendo ellos esto, dedicaron todos sus esfuerzos a mantener alejado de sus muertos el decaimiento, conservándolos.
Así, pasado un período de tiempo que la humanidad todavía no ha visto, el primero de sus fallecidos despertó a la vida y en la antigua civilización se celebró su segundo amanecer.