miércoles, 25 de febrero de 2009

Inconciente conciencia

Si hay un tema que por encima de los demás me viene ocupando desde hace varios meses dentro de la Medicina —o la ciencia en general— es el de la Neurología, en varios de sus aspectos. Si nunca, o casi nunca, lo había traido a colación por acá es porque resulta ser un tema al que es dificilísimo acercarse sin caer en tecnicismos de lo más molestos, y eso pasaría, en mi humilde opinión, más temprano que tarde. Pero voy a hacer un intento de al menos aproximarme un poquito, aunque sea por diversión.
El común de la gente ahora sabe atribuir muy bien una infinidad de procesos al dominio del sistema nervioso, el cual, en su totalidad, y junto con la genética —aunque quizás ya un poco más mordisqueado y babeado que ésta—, es el nuevo juguete de los biólogos de todas las ramas. A este sistema nervioso podemos encajarle funciones que van desde la conciencia y la atención hasta el control de la respiración o el ritmo cardíaco, pasando por los cinco sentidos y su integración, o la memoria, el control motor, la regulación de la alimentación, el sueño, cierto papel en la inmunidad, los estados de ánimo, en fin, casi tantas cosas como cosas pasen en el cuerpo, en la vida de los organismos superiores; de algunas de estas cosas, incluso, no tenemos ni la menor idea. De todas formas, no quiero confudirlos, hay órganos y sistemas que gozan de cierta autonomía con respecto al sistema nervioso, pero eso es tema para otro día.
Propongo, sin embargo, una nueva abstracción de estas cosas que ya sabemos, como alguna vez en los comienzos de este blog ya había sugerido para el sistema circulatorio. Supongamos que no sabemos nada sobre el cuerpo y cómo funciona, pero que sí entendemos que de alguna forma somos —que tenemos conciencia y esas cosas— y percibimos el mundo a través de nuestros sentidos (tacto, visión, oido, olfato y gusto). A su vez, hagamos de cuenta que para nosotros es bastante obvio que el cuerpo está regido por el espíritu y que la verdad última es Dios. ¡No, no! Esperen, no me pongan esa cara, ¡malditos impíos! Síganme la corriente en esto y tomen su conciencia, su superioridad por sobre los demás animales, como un atributo otorgado por una inteligencia superior. En este contexto ya no es tan difícil imaginarlo: ¿por qué habría un órgano encargado de hacernos pensar? Quiero decir, los animales tienen adentro más o menos lo mismo que nosotros y ellos no piensan; a mí no me cuesta pensar que una voluntad superior habla a través de mí o, en todo caso, me otorgó un alma que se encarga de eso. En todo caso podría, sí, buscar un lugar en el cuerpo donde resida el alma, pero eso también es para otro momento. Y vayamos a lo inmediato: percibimos el mundo a través de los sentidos, y a los sentidos los tenemos porque tenemos porque tenemos órganos sensoriales. Los ojos se encargan de ver, escuchamos a través de los oidos, olemos por la nariz, degustamos con la lengua y la carne nos da las percepciones táctiles. Si a eso le sumamos que el corazón es el encargado de sentir (alegría, dolor, temor, lo que quieran), yo diría que estamos bastante cubiertos.
Hasta sus más crueles detractores (entre los cuales generalmente suelo contarme) simpatizarían un poco con Aristóteles viendo las cosas desde este ángulo, teniendo en cuenta que lo que se puede entender del organismo es bastante poco si no se tienen las herramientas (teóricas o tecnológicas) adecuadas. En sus tiempos —y por un buen rato más en la historia— todo en la naturaleza se entendía como formado por los cuatro elementos: agua, tierra, fuego y aire; a su vez existían distintas propiedades dicotómicas que un cuerpo podía tener, de las cuales se pueden nombrar las más importantes: podía ser frío o caliente, húmedo o seco, etc. Es más, los cuatro elementos no están exentos a esas propiedades (así, el agua es fría y húmeda, el fuego es caliente y seco, etc.). Por supuesto, tiene que existir un correcto equilibrio entre estos elementos para que los distintos cuerpos (desde una roca o un conejo hasta un cuerpo celeste) tengan las características que le son propias.
La característica fundamental de la vida es el calor, y para Aristóteles el encargado de generar el calor era, sin lugar a ningún tipo de dudas, el corazón. El corazón fabricaba la sangre a partir de los alimentos a la vez que le servía de receptáculo y se encargaba de cocerla; la sangre luego iba al resto del cuerpo por los vasos (a este respecto no se suponía diferencia entre venas y arterias) y le proporcionaba calor. De esto convenció al mundo por unos dos milenios, hasta que en el siglo XVII apareció Harvey para zanjar el asunto, pero ése es un cuentito que ya conté. Como dije más arriba, el corazón era, indiscutidamente, el lugar donde se generaban las emociones, ya que estaba ubicado en una región tan noble como el centro del cuerpo. O al menos lo estaba más que el cerebro, órgano que algunos aventurados se atrevieron a sugerir como albergue de los sentimientos, solamente para ser luego silenciados crudamente por nuestro muchachón, Aristóteles. Y bueno, y el cerebro entonces, ¿qué? El cerebro, órgano frío e insensible (o sea, que al tacto no produce sensaciones sobre el sujeto), no cumplía otra función que contraponerse al calor del corazón, encargándose de enfriar la sangre que éste fabricaba. Quiero decir, sí, cumplía la importantísima misión de mantener el equilibrio térmico del organismo, fundamental para la vida. Tan importante, de hecho, que Aristóteles ya se había dado cuenta que cualquier mínimo daño al cerebro comprometía seriamente la vida, pero únicamente porque el corazón es un órgano tan noble que cualquier mínima variación en el equilibrio que el cerebro ofrecía, comprometía su estabilidad. En lo que sí acertó, aunque no exactamente en el cómo, fue en que el cerebro sea el encargado de producir el sueño. Éste, decía él, se producía cuando la sangre era enfriada a tal punto por el cerebro que su peso aumentaba, haciéndose insostenible. Por eso, una persona somnolienta cabecea: porque no soporta el peso de la cabeza. Más aún, cuando el enfriamiento de la sangre es tal que llega a todo el cuerpo, éste se hace terriblemente pesado y cae al suelo, completamente dormido.
Bueno, los años pasaron y muchos personajes importantísimos, con sus observaciones, ayudaron a constituir lo que hoy conocemos como Neurología. Entre ellos se pueden mencionar a Galeno (que dijo que si se cortaba, por ejemplo, el nervio laríngeo, el animal perdía la capacidad de hablar), Willis, Purkinje, Ramón y Cajal (estos dos se encargaron, entre otras cosas, de elaborar y explicar la microscopía del sistema nervioso, describiendo a las neuronas), sin olvidar a otros como Broca, Brodmann, y varios más. Y llegamos al día de hoy.
Sabemos ahora que el sistema nervioso está constituido por células de dos tipos: neuronas y, en muchísimo mayor número, células gliales. Todas estas células forman un entramado de lo más asombroso, con contactos muy específicos entre ellas que no se ven en otros tipos celulares: las sinapsis. Por otro lado, sabemos que las neuronas son células con dos partes muy diferenciables: el cuerpo (soma), encargado de procesar la información, y el axón, encargado de transmitirla. Macroscópicamente, distinguimos en el sistema nervioso fácilmente entre una sustancia de gris y una sustancia blanca; la primera está formado por los somas de las neuronas, y la segunda por los axones (y no tenemos que perder de vista que junto con todas estas neuronas, hay un mucho mayor número de células gliales que les ayudan a cumplir sus funciones). Diciendo más, podemos decir que hay, en la superficie del cerebro, una corteza formada por sustancia gris (somas) que rodea a una subcorteza de sustancia blanca. Esta última, por supuesto, son todos los axones que salieron de los cuerpos neuronales de la corteza y que van a comunicar, bien a otras partes del cerebro, o bien al resto del cuerpo (bajando por la médula espinal), la información que las neuronas habían generado. Por otro lado, existen núcleos de sustancia gris, o sea, agrupaciones de cuerpos neuronales, "desperdigados" en la sustancia blanca y cumpliendo funciones muy específicas.
Vale decir ahora que en general se acepta que la corteza cerebral está ligada a aquello de lo que somos concientes (así hay cortezas visuales, auditivas, motoras, sensitivas, de lenguaje, etc.), y que los distintos núcleos subcorticales se encargan de procesos de los cuales no tenemos registro y no necesitamos tenerlo: básicamente, de todas las funciones del organismo, como bien puede ser el sueño, el ritmo cardíaco, mantener el equilibrio ácido-base, o lo que quieran. Para poder hacer todo eso, el cerebro necesita que le llegue de alguna manera información de lo que está pasando adentro del cuerpo, a la vez que de las cosas que se dan en el entorno; una vez que tiene esa información, la procesa, y genera una respuesta adecuada. A esto se lo conoce como arco reflejo, y el número de estructuras implicadas varía según lo que se esté estudiando. Por poner un ejemplo simple: uno apoya la mano en un metal caliente, los receptores térmicos y dolorosos de la piel lo sensan y envían la información al sistema nervioso central a través de los nervios; éste dice "Che, fijate, te estás quemando. Yo te diría, no sé qué te parece a vos, que saques la mano de ahí porque sino estamos jugados" y vuelve a enviar la información a través de los nervios para que el brazo se flexione y la mano salga del peligro. De una manera mucho más complicada, pero básicamente igual, es que funciona el resto del sistema nervioso: a los distintos núcleos de integración todo el tiempo está llegando información de otros lados (receptores internos o externos, u otros núcleos) y enviando una respuesta en base a esa información. Así, todo el cerebro está conectado con todo, procesando una cantidad espeluznante de información a cada segundo que pasa. El conjunto de todo eso da nuestra visión del mundo. Los sentidos están todo el tiempo comparando sus propios estímulos y procesándolos para dar una imagen bien acabada del entorno que nos rodea.
En los últimos cien años, y sobre todo en la última mitad de eso, los avances en la neurología fueron impresionantes y vertiginosos. Algunos métodos para estudiar al sistema nervioso fueron más cruentos que otros. Quizás la mayoría de los métodos integra al primer grupo. Los avances en los últimos años dan la posibilidad de revertir eso: con la creación de métodos no invasivos, como la marcación de distintas sustancias o los estudios por tomografías, resonancias, etc., se posibilitó el estudio del sistema nervioso y sus funciones sin tener que andar recortándole pedacitos para ver qué pasa (o qué deja de pasar, mejor dicho).
El problema, oh, el gran problema, porque siempre hay un problema, al menos bajo mi humildísima lupa, es que no hay todavía suficientes teorías que acompañen a tanto avance tecnológico. Todo el tiempo están saliendo artículos que, básicamente, dicen: "Le dijimos a tal persona que pensara en tal cosa y vimos que se prendió una lucecita por ahí, en alguna parte del cerebro", lo cual da lugar a que todo el tiempo estén saliendo noticias como "Descubrieron que el amor y el odio para el cerebro son básicamente lo mismo porque se activa la misma zona al evocarlos" o "Descubrieron una nueva proteína relacionada con la memoria", etcétera, que es exactamente lo mismo que todo el tiempo andar descubriendo cosas como "el gen de la infidelidad" o "el gen de las malas notas en el colegio". Son todas cosas muy lindas pero que sin una verdadera estructura teórica de base que las sustente, de muy poco sirven. Y sí, hay unos señores que desde hace también, más o menos un siglo, teorizan bastante sobre los dominios de la mente. Psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, y lo que se les ocurra, están desde hace rato estudiando todos estos asuntos, pero sin, por el otro lado, darle demasiada cabida al aspecto físico del asunto. Sin más vueltas, Freud tuvo que crear un modelo abstracto sin una aparente correlación neurológica que explicara todas las cosas que pasaban por la cabeza de las personas. Y es el día de hoy que, sí, está bien, psicólogos y neurólogos se dan la manito para la foto y sonríen y todo eso, pero ninguno quiere saber demasiado del otro. Y quizás con esperar algo de la psicología y la neurología solas nos quedamos un poco desnudos, también. Quizás sería también conveniente meter filósofos en el asunto. Y sociólogos. ¡Ah! ¡Y astronautas! Y.. y... ¡abogados! Yyy.. ¡quiosqueros! ¡Sí! Quiosqueros. ¿Hola? Sí, ¿qué quieren, señores? ¡Ey! ¿Adónde me llevan? ¡Ey! Que todavía tengo mucho para decir. ¡Ey, oigan!

Miren, si quieren locura, tengo que presentarles a Hiromi Uehara:

Hiromi Uehara - Love and laughter

domingo, 15 de febrero de 2009

Espanto a la madrugada

Quiero empezar esta historia por el final: estoy bien, sano y salvo en mi departamento. Es un poco obvio, sí, ya sé. Que esté posteando esto es prueba suficiente de eso, como se entiende siempre de cualquier relato narrado en primera persona. Aún así, me parecía necesario aclarárselo a quien lea el blog, por redundante que sea, para evitar preocupaciones inútiles.
Como varios saben, vivo en un edificio de unos cuantos pisos por el barrio de Coghlan, una zona bastante tranquila entre los barrios porteños de Belgrano y Saavedra. La torre, con sus doce pisos de moderna construcción, desentona con prácticamente todo el resto del barrio, especialmente durante la noche, cuando se mantienen encendidas todas las luces de la fachada que da sobre la avenida Triunvirato. La espantosa historia empezó hace cuatro noches, el jueves 12 de febrero. Eran ya casi las tres de la mañana y, aprovechando la semana y media de vacaciones que todavía tenía por delante, me había preparado un té que pensaba tomar mientras leía algún nuevo libro antes de dormir. En el momento que iba a tirarme en el sillón, me acordé que no había sacado la basura y con un desgano absoluto fui a hacerlo. Una vez alcanzado el tacho de basura de mi piso (para lo cual siempre tengo que atravesar todo el pasillo, cruzando incluso las escaleras y los ascensores), estaba volviendo al departamento cuando vi que Néstor, el encargado del edificio, había venido subiendo las escaleras y ya seguía hacia el octavo piso. Había algo en su cara, o quizás en toda su expresión corporal, que me llamó de manera terrible la atención; lo saludé amablemente como siempre, porque no hay vez que él no inspire el buen trato, pero no obtuve respuesta. Lleno de curiosidad y con un estúpido ánimo de aventuras (quizás quería alguna anécdota para el día siguiente, no sé) me decidí a seguirlo, siempre guardando alguna distancia. Nunca pareció darse cuenta. Ya lo había seguido hasta el décimo piso y empecé a aburrirme del asunto: francamente, no sabía qué cosa maravillosa pretendía yo que pasara, pero decidí seguirlo hasta el final de su recorrido, seguramente por algún orgullo ridículo que no me permitía abandonar el asunto cuando ya habían pasado dos pisos de acechador ascenso. Llegamos a la puerta de la terraza del edificio. Nuevamente intenté saludarlo para disimular que lo había seguido (si ahora sí se daba cuenta, podía decir que había subido para tomar un poco de aire fresco). Tampoco hubo respuesta. Impaciente y cansado del jueguito, me fijé la hora: eran las 2:57 am. En ese momento él abrió la puerta, el reloj dio las 2:58, y una luminiscencia absoluta me cegó y sentí que me arrojaba varios pasos hacia atrás, hasta que fallé en pisar un escalón y caí por el último tramo de la escalera que daba a la terraza. Perdí el conocimiento. Desperté al día siguiente tirado en la puerta de mi departamento, del lado de adentro.
En el hospital no encontraron contusiones de ningún tipo, pero sí me dijeron que debía tomar sol más responsablemente, porque tenía quemaduras que casi podían ser de primer grado a lo largo y ancho de todo el cuerpo. Pero yo no había salido de casa hacía dos días, mucho menos tomado sol. En el momento no lo asocié con el fogonazo que había precedido a mi caida. Esa misma noche, a pesar de ser viernes, conseguí —cansado como estaba por lo ocurrido el día anterior— dormirme a eso de las once y media. Durante la noche me desperté completamente sofocado por un calor espantoso y denso, y una luz terrible entraba desde la ventana abierta de la habitación. Pude adivinar una sombra que hacía contraste con la luz. Era como una figura humanoide, de miembros larguísimos que casi tocaban el suelo. Sentía que me miraba, que me desgarraba con unos ojos que yo no veía. De repente todo desapareció y cuando mi vista se acostumbró a la falta de luz, pude ver que eran las 3:01 de la mañana. Volví a dormirme o caí inconciente, no sé.
Me desperté a las doce del mediodía completamente entumecido, con dolor de cabeza y una sensación de ardor en todo el cuerpo. Fueron las dos noches que siguieron cuando ocurrieron los hechos más espantosos de los que fui testigo en toda mi vida, y que pasaré a relatar. Siempre por alguna siniestra razón se iniciaban a las 2:58 am, pero ya se prolongaban por espacio de varias horas. Ayer, ya preparado (temblando de pies a cabeza, y con una terrible excitación nerviosa, no voy a negarlo), creo que logré darles un buen susto a ellos, y por eso es que afirmo afirmo que ya estoy a salvo.
Empezó como siempre con el fogonazo, pero las noches del sábado y el domingo me sentí arrastrado hacia afuera del edificio, sumido en un horror nauseabundo. En la penetrante luz que nos bañaba, me veía sujeto por varios pares de esos monstruosos y largos br..la luz!

martes, 10 de febrero de 2009

Trabajé un ratito

¿Bueno? ¿Hola? Sí, qué tal, yo de nuevo. Miren, les comento que como no tenía mucho para hacer, etiqueté las setenta y cinco entradas que componen este weblóg hasta el momento. Dicho sea de paso, lo hice de una manera bastante anárquica y seguramente no muy correcta, porque realmente nunca entendí muy bien de qué se trata este lugar. Algunas etiquetas se superponen, claro. Las etiquetas las pueden ver en una boniiiita parte del menú a la derecha de vuestra pantalla, en un lugar que dice "Etiquetas".
Si les interesa, digo. Sino, no. Pueden seguir con vuestras vidas.


¡Adiós!

Carta

Ya no recuerdo el momento en que llegaron; no recuerdo en qué año fue, ni dónde estaba yo, ni dónde estaban los demás, ni cómo fue. Creo que nunca lo supe. Discúlpenme por eso. Quizás sea más preciso decir que nosotros llegamos. Sí, ellos entraron al planeta, pero nosotros llegamos primero adonde estaban ellos, donde estamos ahora, que es donde estaremos y estuvimos. Tengo problemas diciéndolo; este lenguaje —el de alguno de ustedes— ya es obsoleto y no puede explicar la realidad.
Fue inmediato y tan infinito como todo lo demás: en el momento en que llegamos, se disolvió el tiempo. Sí, supimos que llegamos porque ellos llegaron, pero ya sabíamos quiénes eran. Quiero decir... ¿cómo lo digo? Quiero decir que entendimos el tiempo, o pudimos apreciarlo como era, como si se corriera un velo adentro nuestro. No puedo explicarlo con exactitud porque no lo sé, lo veo en los demás y lo siento en parte, pero sé que no me pasó, no me pasa de la misma manera. Soy, fui, sigo siendo por siempre, uno de los desafortunados que no terminaron de pasar. Algunos directamente no lo soportaron y murieron (y siguen vivos y muriendo una y otra vez), y otros quedamos en el camino. Conservamos nuestro pensamiento lógico, deductivo y temporal... quiero decir, conservamos nuestro lenguaje y no logramos olvidarlo, y eso es sencillamente insoportable porque al mismo tiempo —¡cruel recurso lingüístico!— el velo está corrido y no podemos conciliar el pensamiento con la percepción. Somos testigos conscientes del presente, el futuro y el pasado del Universo de una manera... No, así no entendieron; no entenderán. Sabemos que el tiempo está ahí, pero no podemos inmiscuirnos en Él, porque sabemos lo que es, razonamos lo que es. Pero no podemos entender lo que es. Los demás sí pudieron entenderlo, y ya desconocen nuestro lenguaje. Lo sé porque algunos pudieron ver un poco más allá, conservando un lenguaje todavía más rudimentario que el nuestro. Algunos ya no conservan nuestro lenguaje. Tienen otro que nunca pudimos entender. Ellos, todos, se entendieron con el tiempo, con la historia del Universo y la pequeña historia de la humanidad. Y los que ya estaban nos recibieron con alegría, pues ya nos conocían. Por supuesto que nos conocían.
Y nosotros, los que quedamos, sentimos envidia de todos ellos. Los matamos una y otra vez porque queremos volver a ser los únicos, pero nuestro castigo es que siguen vivos. Vivos y muertos, y muriendo, y nosotros asesinándolos. Pero eso ya lo veíamos, pero no podíamos ver nuestro castigo. Los envidiamos por entenderse con —en— el Tiempo y ellos se entienden con nuestro dolor. Y son felices.
Y cada uno de nosotros tuvo que ver su propio fin y su propio nacimiento y toda su vida. Quiero decir, no la vemos como expectadores, sino que la vivimos cada vez y siempre sabemos lo que fue y lo que será, y estamos en un ciclo que dura y duró por siempre. Este momento, en el que escribo esta carta, ya lo viví y lo viviré infinitas veces, como viví y viviré infinitas veces el párrafo anterior, y la letra antes de esta última y la que vendrá después de las dos siguientes. No, perdón, así no se entiende. No quiero decir que lo viví como yo solo lo viví, sino que esto fue y será siempre, que esta carta fue y será siempre, así como todo fue y será siempre. Y existen infinitas copias de esta carta, ya la he visto tantas veces y me la han mostrado tantas veces que la conozco por entero y no me oculta ningún secreto, excepto aquellos que nunca vi y nunca veré.
Si tan solo pudiéramos entender como sabemos que entendieron los demás... Y nos seguimos repitiendo que quizás la próxima vez que nos pase, se nos correrá totalmente el velo, pero ya lo vemos como si hubiese ocurrido, como si estuviese ocurriendo y como si fuese a ocurrir, que nunca termina de pasar.
Uno a uno fuimos muriendo y es finalmente mi turno (y luego, y antes, y ahora, vuelvo a renacer), todos lo sabemos y lo supimos; sólo tiene que ocurrir una infinidad de veces este momento. Tengo paciencia, ya lo he hecho otra infinidad de veces.