viernes, 30 de enero de 2009

El Puerto

Su emoción por dejar la Megápolis era evidente y, como tantos otros, seguiría un itinerario que incluía algunas ciudades equipadas con todas las comodidades de la vida moderna, pero también se daría el lujo de explorar las ruinas de algunas viejas civilizaciones. Le interesaban sobre todo aquellas de El Puerto, que no llevaban siquiera cinco años desde su reconstrucción (había sido quizás en el año 4036 o 4039; no sabía mucho al respecto).
Apenas atravesó las fronteras del Estado de Los Aires buscó un hospedaje donde parar; encontró uno barato y cómodo, que le costaba apenas 140 redondos por luna. Un corto recorrido por las instalaciones le hizo pensar que estaría bastante cómodo, y le alegró todavía más que tuvieran un sistema de refrigeración funcional para el agua; después de tres semanas de estar viajando empezaba a cansarse de no poder bañarse con agua fresca. Al presentarle su habitación, el muchacho de la hostería le dijo que la compartiría con otras tres personas, y que había lugar para dos más. No tenía ningún problema. En el momento en que estuvo solo, apoyó su tarjeta sobre el espejo magnético y materializó algunas de sus cosas: un libro que estaba leyendo, dos luces para salir a la noche, y algún dinero para manejarse en la Hipérpolis.
No tardó en encontrarse con sus compañeros de habitación en la sala de estar de la hostería. Estaban conversando con aquel muchacho que le había dado el tour por las instalaciones. Por supuesto que en un primer momento él no sabía que fueran ellos, pero de todas formas eligió integrarse a ese grupo porque le parecía interesante que algunos supiesen ejecutar la guitarra, un arte de lo más inusual. Descubrió que, como él, dos de ellos eran agrónomos marinos (se rieron con el comentario de que su profesión estaba de moda), y el otro era ingeniero en humanidad corpórea; el muchacho de la hostería se limitó a decir que trabajaba en aquel lugar desde hacía unos ocho años, un poco antes de que se volviera tan popular. Siempre acompañados por las hermosas melodías que uno de los jóvenes producía alternando las diecisiete notas de la guitarra, el muchacho les comentó con auténtica fascinación cómo había sido la reconstrucción de El Puerto y los cinco se sentían orgullosos de ser compatriotas de los hábiles arquitectos, que habían llegado a las tierras en las que estaban ahora movidos por un auténtico amor a la humanidad. Los cuatro compañeros de habitación acordaron hacer la excursión a las ruinas al día siguiente, y cuando el que ejecutaba la guitarra se cansó de hacerlo —había aprendido hacía poco y se disculpaba porque sus dedos no se acostumbraban todavía al dolor que producía la presión sobre la cuerda— se separaron, pues cada uno tenía algunas otras cosas que hacer.
Esa luna, él salió por la hipérpolis como tenía planificado pero, en lugar de dos, solamente utilizó una de sus luces. No tenía ganas de quedarse dormido o estar cansado al día siguiente, y se volvió apenas terminó de cenar; quizás se entretuvo un poco en las ferias callejeras que, así lo descubrió, no tenían más que las típicas esculturas de carbón, algunas con grabados de platino, no más.
A la mañana siguiente, los cuatro viajeros decidieron que lo mejor era contratar a un líder turístico que los llevara hasta El Puerto y, de paso, les explicara un poco la historia del lugar. También acordaron que, por esta vez, no tenía sentido tener miramiento en los gastos, y contrataron uno de los mejores servicios disponibles, que incluía a uno de los más experimentados líderes y, además, un deslizante en el que recorrerían el kilómetro y medio que había hasta la maravilla arquitectónica.
¡Con cuanta fascinación contemplaban la ciudad reconstruida desde el momento en que atravesaron sus puertas! El líder turístico, que se autoproclamaba descendiente de los antiguos porteños, los miraba divertido con sus extraños ojos verdes. Aún así, ya se le adivinaba cierto cansancio a esa mirada; durante tres segundos se propuso contar cuántas veces había ya visto aquella expresión de maravilla que tenían los cuatro jóvenes ahora, pero se dio cuenta que eran demasiadas y prefirió no forzar su vieja memoria con tareas innecesarias. Toda su vida había estado mostrando a los extranjeros la ciudad de sus antepasados (incluso antes de que estuvieran reconstruidas) y estaba convencido de que lo seguiría haciendo hasta sus últimos días. Pensó que, de todas formas, unas vacaciones para conocer por fin la Megápolis no le vendrían mal y se divirtió con la idea de que los jóvenes fuesen sus líderes turísticos allí.
Después un tiempo que ya tenía bien calculado, el líder rompió el silencio con el que sus cuatro turistas contemplaban las ruinas. Les preguntó si sabían a qué se debía el nombre del lugar.
—Me habían dicho —atinó a contestar el ingeniero— que desde acá salieron los primeros exploradores interplanetarios, ¿puede ser?
—¿Ven aquel lago de allá? —prosiguió el líder sin hacer caso; hacía mucho tiempo ya que había dejado de escuchar las absurdas respuestas de la gente— Ése es el Lago del Plata. Dicen que hace mucho, antes de las grandes sequías y los movimientos sísmicos...
—¡Ah, sí! —interrumpió el ingeniero, para intentar disimular su metida de pata anterior.
—...Antes de los movimientos sísmicos, era un río que comunicaba abiertamente con el mar; uno de los más anchos que había en el planeta.
—¿Y en otros planetas? —preguntó otro del grupo, uno de los agrónomos.
—Todavía no se sabía que en otros planetas había agua, y hasta se pensaba que estaban secos, según algunos registros de la época.
Otro de los agrónomos dejó escapar una risa divertida, y a todos se les asomó una sonrisa en la cara.
—Como les decía —prosiguió el líder—, se dice que aquel era el Río del Plata y, por su ubicación geográfica, este lugar era un puerto importantísimo. No se crean que lo digo para regodearme por mis antepasados, pero seguramente era uno de los puertos más importantes del antiguo mundo.
Nadie lo dijo, pero todos supieron que era pura fanfarronería vernácula. Tras otras explicaciones, algunas más floreadas que otras, sobre el origen del nombre del lugar, el hombre instó a los cuatro jóvenes a comenzar el recorrido del lugar.
Ninguno de ellos podía dejar de maravillarse por la astucia y la habilidad con la que había sido reconstruida la antiquísima ciudad, y el líder aprovechaba esa oportunidad para echar laureles a los arqueólogos reconstructores a la vez que les explicaba que, así como la veían, la ciudad también había sido dos mil años atrás: las calles eran de una mezcla de arcilla y hierro, que les daba este peculiar color rojizo, y los edificios, efectivamente, no pasaban los dos o tres pisos de altura; para ser una ciudad portuaria, se entendía que la habitaba muy poca gente.
—¿A qué se dedicaba la gente? —preguntó uno acertadamente, pues era la pregunta que el líder estaba esperando.
—Teniendo en cuenta los restos óseos, y gracias a análisis de tamaño, densidad, grosor de las zonas de inserción muscular —el ingeniero en humanidades corpóreas se sonrió, y los demás adivinaron que se había sentido extrañamente contento por saber a ciencia cierta qué es un hueso y qué una inserción muscular; todos decidieron ignorarlo—, se determinó que algunos, más robustos y especializados en tareas pesadas, seguramente eran trabajadores del puerto; muchos otros presentaban lo que parecían signos de una marcada atrofia muscular y debilidad ósea en todo el cuerpo, excepto en la zona de los isquiones —el ingeniero se sonrió nuevamente y explicó, haciendo parecer fácil algo que efectivamente era fácil de entender, que los isquiones son las partes de los huesos coxales sobre las que se apoya uno cuando se sienta—, que estaba engrosada (y muchas veces con sobrehuesos), denotando una vida sedentaria y en posición sentada. Esto último seguramente era una antigua forma de tortura. Se dedujo en rigor de esto que en las últimas épocas los habitantes de la región habían estado sometidos a una fuerte tiranía, puesto que la gran mayoría de los restos óseos hallados presentaban estas características.
A poco más de un kilómetro de la porción más oriental de tierra que bordeaba con el Lago, se veía reconstruida con magistral tino una estructura de no más de un metro de altura que tenía la forma de una pirámide trunca cuadrángular, la cual ocupaba el centro de una muy ancha avenida. No era necesario que el líder turístico hablara, pues los carteles que la rodeaban ofrecían profusas explicaciones: era el lugar más importante de la antigua ciudad, donde se realizaban los sacrificios rituales en nombre de Cristo. Los cinco se sentían allí como invadidos por las almas de todos los mártires, las vírgenes y los reos que en ese lugar habían muerto, sentían la vibra. Aprovecharon para descansar y tomar holografías del lugar; hasta entonces se habían olvidado, pero sentían que podían hacerlo allí solamente, pues la uniformidad de los edificios (¡con cuanta delicadeza la habían reconstruido!, no podían parar de repetirlo) les parecía, si bien fascinante, un poco empalagosa, quizás aburrida.
Luego de unas tres horas de libre recreación por la antigua ciudad (a todo el mundo se le recomendaba ir al Lago, tan cristalino y apacible), la visita a las ruinas concluía con una visita a la que se suponía (se sabía) como la antigua Casa de Gobierno, que estaba frente a una gran plaza, a escasos cien o doscientos metros al noroeste de la estructura sacrificial. En esa plaza se había erguido, muy justificadamente, un gran monumento en honor a los arqueólogos reconstructores de El Puerto. Se trataba de un busto de mármol que tenía treinta y dos metros de altura y ocupaba una superficie en el suelo de ciento cuatro metros cuadrados, y que retrataba, imponentes, a los dos próceres de la arqueología —todavía seguían vivos y trabajando en las ruinas. Era un espectáculo asombroso. En el edificio de lo que era la Casa de Gobierno, los turistas podían comprar souvenirs y también había algunos restoranes muy modernos en los cuales se podía comer.
Antes de volver a la hostería, alentados por el líder turístico (les dijo que se sentía bueno y los dejaba estar algunos minutos más, pero que no le dijeran nada a su jefe), se quedaron a ver el atardecer sobre el lago; la poca altura de los edificios de piedra y arcilla lo permitía. Se sintieron hondamente honrados de poder disfrutar ese espectáculo tal como lo hacían los habitantes de la ciudad tantos añares atrás. Tomaron unas últimas holografías y volvieron a la hostería con algo nuevo —o quizás muy antiguo— en el alma.

miércoles, 28 de enero de 2009

Uy, me zarpé

¡Ah! Pero qué caradura, me olvidaba de excusarme por eso de no haber escrito por casi dos meses y toda la bola. Bueno, entre finales y que me fui ahicito nomá' a recorrer el Noroeste Argentino por tres semanas, casi casi como que no podía escribir. Ahora sí, ya me excusé. Sin muchas excusas más, pretendo tomar un ritmo un poquito más activo de escritura.
¡Salud!

Guardianes

Dios los elige y Su voluntad ha de ser escuchada. En realidad, intentar pensar que estamos exentos del asunto es una locura; el próximo elegido puede ser cualquiera de nosotros y quizás nos podamos salvar pataleando un poco, pero cuando el Designio haya sido pronunciado con la fuerza suficiente, habremos de acatar y jugar el rol, ponernos esa vestimenta que nos fue seleccionada. Por supuesto, aún cuando es una Voluntad Superior la que habla a través del Guardián, algunos —porque somos humanos, nada podemos hacer— cumplirán la misión mejor que otros, pero nunca he visto en los años que llevo de vida a alguien que se atreviera a desobedecerla o, siquiera, poner una mueca de disconformidad en su elegido semblantes.
Ser el Guardián de la Puerta del Baño del Ómnibus no es cuestión de bromas. Hay, como en cualquier trabajo, muchas pautas que seguir y se trata de un sacrificio cuyo Premio Divino está vedado sólo para aquellos que ya hubieren cumplido su tarea. Para todos los demás, ese Premio, esa consagración por los labores realizados, está más allá de cualquier comprensión que podamos tener del asunto los humanos normales. Algunos pensadores modernos —más arriesgados y críticos que los de antaño— sostienen que ese premio es puramente Terrenal y que no se encuentra en un plano Espiritual (mucho menos en un estadío postmortem), pues la recompensa debería ser proporcional a la tarea. Otros más conservadores señalan a estos primeros como impíos faltos de fe y aseguran que de ninguna manera debe menospreciarse el calibre de la Voluntad. Lo cierto es que nunca nadie se atrevió a cuestionar la antigua Revelación de que aquellos que osaran develar el Premio una vez obtenido, serían castigados con la Vigilia Perpetua de una puerta a la que ningún usuario acomete por razones fisiológicas (la Puerta de Borracheras e Indigestiones es el castigo mínimo; de otros más graves nadie se atrevió jamás a hablar).
La forma de encarar su tarea, quiero decir, de aprenderse el Guión, varía según la persona elegida. Algunos practican sus líneas en sueño desde el momento que se enteran del Designio. Entre estos, algunos han expresado haber caido en un sopor que les pareció durar tres meses —ni un segundo más, ni uno menos, según el acuerdo general— hasta que en el último instante terminaron de aprender su papel, pero que en realidad no tuvo mayor duración que una noche normal. Otros optan por aprender su diálogo in situ, es decir, mientras los primeros usuarios aparecen. "Tirá un poquito más fuerte"; "Tenés que hacer palanca"; "Está ocupado"; "Hay un pedalcito para limpiar el váter" pueden parecer frases fáciles de memorizar, pero el verdadero desafío (no me atrevo a decirlo más que como observador) está en lograr el tono solemne, falto de cansancio y hasta alegre con el que deben pronunciarse. Ya lo mencioné más arriba: creo que ese estado de ánimo es manifestación directa de una Voz Divina personificada en los Guardianes; más prueba de esto es su ausencia absoluta de sueño durante todo el transcurso del viaje.
Estense atentos, pues. Todos podemos ser llamados a Guardianes en el transcurso de nuestras vidas terrenales. La Bienaventuranza espera a quien sea asignado alguno de los dos primeros asientos del ómnibus, reservados eternamente al ejercicio del Deber...