martes, 17 de marzo de 2009

Círculo de divergencias

No voy a decir que los sucesos de hoy fueron macabros ni que lo que se cierne sobre aquel parque es espantoso en modo alguno. En todo caso, creo que resulta de lo más curioso, y me atrevería a decir que hasta entretenido. Lo concreto es que hace exactamente un año, por una asignación de algunos pocos días, estuve trabajando en el Instituto de Zoonosis Luis Pasteur, ubicado en la periferia del Parque Centenario. Hoy, por razones completamente distintas, volví a ir; simplemente tenía que entregar una muestra de suero de uno de mis gatos para hacerle unos análisis. Una casualidad (muy poco rara, considerando que los horarios se superponían con poco margen) hizo que yo estuviera saliendo del edificio más o menos a la misma hora que otrora entraba a trabajar.
Sin intención de sorprender a nadie, ya todos deben intuir hacia dónde apunta el relato: al salir, allí estaban —que eran tan itinerantes como yo— mi antiguo jefe y algunos de mis antiguos compañeros. Y también estaba yo. Fue tan evidente para mí que era yo como lo es cuando uno se mira en una filmación, aun no sabiendo que en ese momento lo estaban filmando. Justo es decir que no sé muy bien qué sentí al vernos ahí parados, charlando y esperando a los compañeros que siempre llegaban tarde. Lejos de un desmayo, una baja de presión u otra cosa igualmente dramática, mi sensación y reacción bastaron de naturalidad. Claro que hubo un cierto sobresalto y un pequeño revoloteo en el estómago, pero no diferentes tampoco a lo que pasa le pasa a uno cuando se encuentra por la calle con alguna antigua amistad en la que hacía rato que siquiera pensaba.
Inmediatamente después vinieron la urgencia por el escondite y el disimulo, seguida por la intriga y luego las ansias de una entrevista con mi —nunca más literalmente— alter ego. No sé ya tampoco, por esas intemporalidades e insecuencias que a veces tiene la memoria, si la Invención de Morel o aquel cuento de Cortázar en el que afirma la inmortalidad por negación de la suya propia, como posibles explicaciones de lo que ahora estaba contemplando, vinieron a mí en aquel momento o en algún otro más tarde. Sí algunas cuantas películas y novelas me gritaban que era una pésima idea acercarme a mí mismo, que podía alterar el curso de la historia, y quién sabe cuántas cosas más. Pero, ¿qué sabían aquellos escritores y guionistas? Siempre habían sido puras conjeturas llenas de clichés. ¿Cuántos de ellos habían estado en mi lugar, enfrentándose con su propio yo? Seguramente ninguno. Además, no era yo el intruso; era él. Yo sabía perfectamente cómo habían acontecido todos los días desde aquéllos en que trabajé ahí y cómo había llegado ahora al Parque Centenario, ¿pero qué tenía él que decir a su favor? Es una intriga con la que nadie gustaría quedarse o, al menos, él sabría entender que yo no podría hacerlo.
Elaboré un plan sencillo que no contemplaba demasiadas variaciones posibles: recordé que muchas veces nos daban el horario del almuerzo por separado para dejar a alguien trabajando siempre, y pensé que entonces sería el mejor momento para acercármeme. (Era molesta la espera, pero tenía apuntes de la facultad que me subsanaban la pérdida de tiempo). Si salía con otros compañeros, supuse que improvisaría; quizás probaría llamarme al celular o algo así. No sé cómo hubiese resultado eso. El caso es que la suerte quiso que saliera yo solo en determinado momento del mediodía, y en ese momento junté algo de valor y me intercepté al bajar la pequeña escalinata.
Su reacción no fue, para mi sorpresa, de sorpresa. De hecho, fue bastante natural, y podría decirse que mucho más natural que la mía inicial; la suya fue, más bien, como encontrarse con algún conocido que sabía que podía encontrarse eventualmente por ahí dando vueltas. Cuando empezamos a hablar me desconcertó que su voz no fuese la mía, aunque en seguida me acomodó pensar que, por supuesto, la voz propia no es como uno la escucha al hablar y que, seguramente, personas ajenas a nosotros dos podría notar la importante consonancia de timbre. Para evitar tener que hacer el esfuerzo de recordar el diálogo específico y para también salvar al lector de algunas partes insulsas, opto por una exposición más prosaica del intercambio. Para evitar, también, metafisicismos estúpidos con pronombres confusos que compliquen el asunto, él va a ser él y yo voy a ser yo, invariantemente que, de alguna forma, seamos la misma persona. Eso se explica teniendo en cuenta que nuestra identidad es la misma, desde el nombre o el DNI hasta el pasado común o el aspecto físico; no se explica si pensamos que los cuerpos son diferentes y que en algún punto de la historia hubo, efectivamente, una divergencia. En calidad de esto último, opto por tratarnos como individuos diferentes.
Él, sin mucho preámbulo me preguntó si era la primera vez que me veía a mí mismo, y al responderle un poco extrañado que sí, me dijo que para él no era la primera, lo cual le había permitido darse una idea más o menos clara de qué pasaba. Me explicó que él y los demás, todos los días y desde hacía ya unos trescientos setenta, asistían al Instituto para seguir cumpliendo con el trabajo. Le contesté que no tenía sentido, que el trabajo lo habíamos terminado en unos pocos días, y que realmente ya no quedaba más por hacer; mucho menos, durante todo un año. No le entendí del todo la respuesta. A veces daba muchas vueltas antes de contestar y hablaba finalmente con cierta impresición. Me pareció, sin embargo, que dijo que seguían haciendo el mismo trabajo una y otra vez (quizás él mismo no entendía muy bien qué hacían). Me dijo también, contestando a una pregunta que nunca llegué a —pero que pensaba— hacer, que sus vidas habían transcurrido con completa normalidad, como si no fuesen duplicados (ellos creían no serlo). Intercambiamos historias y, con algunas diferencias, eran similares: aunque con dificultades horarias, él había seguido avanzando en la facultad, este blog también lo había creado (aunque le hablé de algunos posts en particular y creo que asintió por no llevarme la contra y decir que no sabía de qué hablaba), y las condiciones de, por ejemplo, el viaje en las vacaciones había sido bastante distintas. Yo le comenté qué otros trabajos nos habían asignado después del Pasteur y creo que sintió un poco de envidia acompañada de ganas de un cambio.
Finalmente llegamos al asunto de cómo era que ya se había cruzado con otras divergencias (él las llamaba así) antes que yo. Prácticamente todos los días, y nunca fuera del ámbito del Parque, se cruzaba con uno o más de nosotros. Me describió a cada uno con actitudes precisas y distintas: uno intentaba regatear la venta de un libro de Anatomía (siempre lo lograba, pero siempre volvía al día siguiente con una copia nueva, idéntica a la vendida antes), otro entraba al Museo de Ciencias Naturales, otro simplemente pasaba dando vueltas varias veces, como perdido, con la bicicleta, etcétera (no es que no me acuerde más, es que él dijo "etcétera" en ese momento). Yo recordé haber hecho todo eso en algún momento pero, por supuesto, nunca más de una vez cada acción. Dijo también, como yo mismo puedo corroborar, que la superposición nunca se da, por ejemplo, en la facultad, aun cuando nuestros horarios sean o hayan sido los mismos. Por otro lado, al parecer, y salvo hoy, sus encuentros cara a cara con las divergencias (me ofendió que me llamara a mí así, él, que tan claramente era una y no yo) nunca habían sido en la primera vez que había realizado la acción, puesto que sino yo tendría memoria de ello.
Ya que uno de ellos, el del libro de Anatomía, llevaba apareciendo por ahí más o menos su mismo tiempo (lo vendí mientras trabajaba en el lugar), él ya había podido figurarse una suerte de concepto de qué pasaba. Admitió la idea de que existían infinitas líneas temporales que divergen continuamente de la acción real (que él trató con cierto aire utópico, pero yo creo que ese soy yo), pero no supo explicar por qué no estaba plagado de nosotros por todo el Parque. Supuso que las divergencias generalmente eran tan insignificantes que la mayoría se superponían, dando la ilusión de uno solo, o que bien, por alguna razón, solamente unas pocas llegaban a nuestra realidad, y que en otra realidad existirían otras copias en acciones completamente inimaginables, como podría ser un asesinato. Tampoco supo explicar por qué no había copias de otros; lejos de querer caer en el egocentrismo de pensar que éramos los únicos, pensó que tal vez cada persona era capaz de ver sus propias divergencias y las de nadie más (lo cual era bastante raro) o que, simplemente, él nunca había visto a dos juntos y al ver a la misma dos veces seguidas pensaba, justamente, que era la misma copia. Nunca lo había conversado con otra gente, más allá de nosotros mismos. Dijo, creo que queriendo hacerse el gracioso, que el Parque Centenario encerraba algo raro y que era intrigante cómo en su periferia había tanto un observatorio astronómico, como un museo de ciencias naturales, un hospital de zoonosis y otro de oncología, sin mencionar su infinita circularidad con calles tangenciales y transversas que aparecían y desaparecían a cada vuelta. Dijo también que esto ya lo había documentado mucho más detalladamente en su blog y me pasó la dirección (no le quise decir que teníamos la misma y que nunca iba a poder ver lo que había escrito; qué sé yo por qué, creo que para no complicar el asunto). Después nos despedimos porque él volvía a trabajar y yo tenía que ir a la facultad.
Camino a casa estuve pensando en lo increible del asunto. Me dejó con la fea sensación de que seguramente ese mismo encuentro (y todo lo precedente) se iba a estar repitiendo durante el resto de los días y que, podía ser, alguna vez mi propia conciencia fuese la que hubiera de quedar atrapada en el estancado loop del Parque. Pero también pensé que quizás todo esto fue la materialización de otro yo que, al ir también al lugar, pensó que sería divertido escribir sobre una historia así. Tal vez ese otro yo soy yo y esa historia real que inventé no existió acá sino en otro tiempo, y yo simplemente la escribí. O quizás simplemente la inventé y la escribí. A fin de cuentas, ¿cómo saberlo ya?

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