martes, 2 de diciembre de 2008

La realidad superó a Hitchcock

Yo no lo sabía en aquel momento, pero aquellas nubes vaticinaban algo extraordinario y siniestro. Cubrían la tarde de aquel sábado como un manto obscuro que acaso un victimario usara sobre su víctima para llevarlo a los abismales designios de la muerte. ¡Ah! ¡Qué tonto, qué ingenuo fui! Pero la humanidad no podrá juzgarme, ni tan siquiera un número reducido de quienes lean estas crónicas, pues no tenía forma de saber que de un presagio se trataba.
Lo tenía todo planeado; sabía que llegaría demasiado temprano al Instituto. La pregunta sería retórica: "¿Puedo subir a las aulas?" y allí me quedaría al resguardo de aquel otro destino. No contaba, sin duda, con que el joven recepcionista chino del Instituto sería un heraldo de la cruel mano del Destino. Algo en la severidad de su semblante me obligó a preguntar, no ya tan retórico, si era demasiado temprano para subir. "Y sí, es un poco temprano" dijo con una naturalidad que no acompañaban a sus frías gesticulaciones, y prosiguió: "podés volver en cuarenta minutos". Para no agravar la situación, disimulé mi abatimiento y le dije que iría a recorrer las cercanías, procurando volver a la hora prevista. No me respondió, y salí por el chirriante portón metálico.
Le había mentido, no recorrería nada, mi único plan era buscar un lugar (¡si tan sólo hubiese buscado otro lugar!) donde sentarme a leer, pero supuse que no le interesaría, y que tampoco bastaría para que se apiadara de mí. Encontrar ese lugar fue tan simple que hasta el día de hoy me revuelvo los sesos pensando que quizás un artilugio demoníaco situó esa plazoleta —que nunca había visto en los cuatro meses que allí llevaba asistiendo— que ahora veía tan clara y tan llamativa después de sólo haber cruzado aquel maldito portón. También se me cruzó la idea de que una voluntad divina me había llevado allí, elegido para ser testigo y narrar los acontecimientos que sobre ella acaerían. Voy a tomar un descanso ahora, no puedo proseguir sin haber juntado fuerzas.
¡Ah! Qué bien sienta la música al temple del alma humana; puedo seguir con la historia. Había dicho que, por la razón que fuera, esa plazoleta con sus bancos de piedra había sido ofrecida a mi vista. No puedo sino repetirlo: yo era desconocedor de mi destino y no sé si ahora, puesto de nuevo en aquel momento de decisión, volvería a ir o buscaría otro lugar. Crucé la avenida que me separaba del lugar de descanso y, al llegar ahí, pude sentarme en uno de los dos bancos que el lugar me ofrecía. En el otro, había sentados dos de esos seres que me harían vivir el más calcinante terror en los huesos. Ya diferenciándose de su hermafroditismo primario, pude entender que se trataba de un macho y una hembra de la especie. Parecían tímidos, y de cuando en cuando se comunicaban en su ininteligible idioma, el cual tampoco intentaría siquiera escuchar. Relatos de otros infortunados como yo decían que apenas sí pudieron sobrevivir al andrógino sonido, más terrible que el canto de las sirenas, por no estar siquiera dotado de su belleza. Más tarde lo comprobaría.
Su apacibilidad me dio confianza y allí decidí quedarme. De mi bolso saqué la última edición del tratado de Fisiología Humana y me dispuse a estudiarlo, enredándome —como tantas veces lo hubiese hecho en el pasado— en las complejidades del corazón del hombre. ¡Galeno, Harvey, Frossman, Einthoven y tantos otros lo habían descripto ya! Me devolvió a la realidad un ómnibus ya venido a mal que se estacionó enfrente mío. Su único pasajero y conductor era un pobre hombre que se dejaba encantar por las músicas de antaño, aquellas dulces melodías de Vilma Palma o Los Rodríguez que jamás podrían ser producto de las frías eras modernas. Sin darle demasiada importancia, tampoco advertí lo que presagiaba y seguí con mi lectura.
Sin darme cuenta, el cielo se volvía más y más gris. Pronto llegaron más y más de estos seres. Primero fueron dos hembras, después cinco, luego, quizás, tres machos. Cada vez que levanta la vista eran más y ya no sabía de dónde salían. ¿Quizás se reproducían por algún mecanismo asexuado delante de mi vista? Pero... ¿Habían logrado sortear su propia evolución ontológica y presentarse directamente en esa forma? No, no podía ser. Ninguno de mis libros sugería la posibilidad de algo así en la naturaleza. Pero allí estaba la prueba delante de mis ojos, ¡simplemente aparecían de la densa atmósfera que nos circundaba!
Finalmente empezaron a rodearme. Se sentaron en mi banco. Me obligaron a escucharlos. Con inocente perversidad uno gritaba "¡Cantemos algo!" y los demás lo seguían. Sus cánticos paganos hablaban sobre una casa o un campo al que debían asistir; en todos mis años de estudio musical, jamás había yo oido tales tonadas; parecían reservadas sólo para su selecto grupo. Nunca dejé entrever mi incomodidad, pues hacía de cuenta que estaba completamente absorto en mis lecturas. ¡Mentira! Estaba dominado por un terror que se había mezclado con fascinación por estas criaturas; estaba atrapado por aquel canto diez mil veces más maléfico que el de ochenta y seis sierenas. La propia Medusa se hubiese convertido en piedra bajo sus poderes y ni las cabezas de la Hydra hubiesen podido ganarles en número, que ya superaban los treinta o cuarenta. Y seguían apareciendo.
Algún autor clásico pasado al olvido había propuesto a estos seres como cachorros humanos. ¡Que me condenen si alguna vez pasé por una etapa semejante! Pero allí estaba, una evidencia de tal cosa que en el momento me pareció innegable. Ahora me permito pensar que quizás el cantarle el feliz cumpleaños a uno de sus miembros fue una estrategia para engañarme aún más y llevarme al borde de la desesperación. No lo sé. Quizás, y esto se me ocurre mientras escribo, sus milenios a la sombra de los humanos les llevaron a adoptar algunas de nuestras costumbres. Tampoco lo sé. Su nombre real, hominidae adolescens, sin embargo, refleja su capacidad de inflingir dolor sobre sus víctimas.
Ya no podía calcular su número, era imposible, me tenían completamente acorralado. Tenía que pensar una estrategia para salir de ahí sin llamar la atención. Opté por que lo más sensato sería pretender que no me había percatado de su presencia y que me estaba yendo de allí no por estar aterrorizado de su presencia, sino por otra razón. ¡Rogaba porque alguien me llamara al celular! Pero no, eso los podía llevar a un frenesí sexual y hasta quizás ritual. No, no era buena idea. Recordé entonces al joven recepcionista chino y al Instituto; por fortuna ya debían haber pasado cuarenta minutos y mi excusa era tan real que la falta de mentira en mis actos incluso podría jugar a mi favor (tal vez tenían la capacidad de detectar alteraciones en el campo psíquico de sus víctimas, yo no lo sabía). En una pantomima desesperada miré mi reloj y actué como si me hubiese percatado de la hora y de un compromiso puntual. Guardé el libro con calma y salí de la turba, sin hacer movimientos bruscos.
A la distancia y desde el Instituto pude calcular que su número superaba los 50. Dos ómnibus esperaban llevarlos a sabe Dios dónde.
Esa misma tarde, ya alejado del terror que había vivido más temprano, finalmente la tormenta cayó sobre mí. En el escaparate de algún negocio pude ver a una señorita temblando, seguramente por el frío. "¡Si supieras!" quise decirle, pero no me entendería. Me limité a seguir caminando bajo la lluvia, que ya no era una amenaza sino el final mismo de la historia.

1 comentario:

Maho dijo...

Jaja, qué manera extensa de decir que fuiste a una plaza y unos mocosos casi te vuelven loco XD

Bien escrito, eh, sisi.